Ana conoce cada recoveco de su vecindario como la palma de su mano, lo ha visto cambiar a lo largo de los años. Sin embargo, cada vez que entra sola por sus calles, aunque familiares, se siente fuera de lugar. La cabeza gacha.
Las voces del barrio, sin saber exactamente desde cuándo, pero en algún momento de su adolescencia, habían empezado a ser amenazantes, cargadas de desprecio, los susurros se convertían en murmullos y estos incluso terminaban en gritos. Coros que le alienaban haciendo que se sintiera abrumada por completo.
El día a día solo la distraía. A Ana le gusta la música, le gusta contar chistes, le gusta ver reír a los demás, aunque ella no se ría por dentro.
La noche cae sobre el vecindario, y Ana, arrastrándose por el suelo, notando el peso de la oscuridad sobre su cuerpo, solo pensaba en dejar de sentir.
No fue hasta que, en confianza con un amigo, de los que escuchan de verdad, pudo empezar a hablarlo, a tomar acción y comprender que hay mucho más que los susurros en su cabeza, mucho más que los gritos de su vecindario.
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