Estoy borracha. Lo sé porque suena Bunbury fuerte en el monoambiente y jamás molesto con la música, soy una vecina muy considerada. Además, me consta porque escribo como si cometiera un «pecadito», y es lógico, en este estado solo puedo arruinar el texto. Es miércoles y me embebí dentro de media botella de tinto recién iniciada. En condiciones normales, duraría hasta el fin de semana.
21:02, me espera una noche larga.
La página de Word solo tiene el esqueleto del cuento que quiero armar; sin embargo, el personaje principal ya vive. Con placer, puedo sentir cómo la idea heideggeriana que escuché en la radio durante la mañana pretende tomar forma y meterse en la mente de mi héroe para decirle algo así como que «la angustia es la reacción de lo humano a la nada, y el tedio es la respuesta de lo humano al todo. La nada y el todo se juntan para…».
Durante la escritura me interrumpe un mensaje. Es la tía Lili, que en un audio de WhatsApp me cuenta que «se dibujó» la imagen de lo que sería un señor en los restos de cera derretida de una vela y, en un segundo audio ampliatorio, me explica que la representación del señor de cera no puede ser más que la señal de que pronto cambiará de empleo.
Dejo de escribir y la escucho atenta, ya que su obstinación por ver señales de los astros en todo me parece patológica, pero no le puedo decir eso, así que respondo el mensaje y a las cuatro fotos de la mentada vela con un «q fuerte! posta? Solo a vos te pasan esas cosas».
Ella insiste en que aumente el tamaño de la imagen para que pueda contemplar mejor la proyección del aparecido. Trato de explicarle que ya lo vi, que no hace falta que me envíe más fotos y, poniendo el audio número seis, escucho que atribuye mi voz de gata de arrabal a las alergias de primavera. Dejo que lo crea, dado que tampoco voy a explicarle los motivos de mi dicción torpe.
Cuando estoy por contestarle, llega otro audio, ahora de mi abuela. Pregunta si cené bien y si el fulano con el que me encontré el lunes me llamó. Me digo a mí misma: «¿Para qué le contaste del sujeto?», y sé perfectamente que la respuesta es: para que no se preocupe. Ella es de otra época y no entiende que alguien se separe porque sí y menos eso de hacerse mejor amigo del ex del que uno se separó porque sí.
Quizás mi Lela comprende mejor de lo que imagino el alcance de las palabras «porque sí», y en realidad lo que le pesa es que, aun con toda su complejidad, él haya podido rehacer su vida inmediatamente. Al margen de eso, tengo claro que no pienso explicarle a mi señora abuela que no está en mis planes vincularme con ningún humano, y menos le diré que en aquella cita, mientras fingía oír con atención las historias trilladas del espécimen de turno, en realidad no dejaba de pensar en dónde anotar que las comillas correctas son las del «Alt 174». Semana a semana, en el taller de escritura me las corrigen y no hay forma de que las recuerde.
Por supuesto que, omitiendo referirme a la cuestión de fondo, contesté el audio a mi amada octogenaria con un «Lela, cené riquísimo, y sí… tengo galán». No dije nada respecto de mis problemas con las comillas. Se inquietaría.
Continúo el cuento y me siento prodigiosa al dominar el WhatsApp Web y la mente de mi personaje simultáneamente, aun con esta dosis de malbec en sangre.
21:27, nuevo audio, ¡ahora de mi ex! El Cacas —apodo que los memes de Facebook me proveyeron— me dice que su novia no sé qué cosa, que opine respecto del oficio judicial que recibió su sector y que en el diario salió no sé qué más y yo, por supuesto, disimulando lo mejor posible que siento que el mouse de la computadora me esquiva la mano, le contesto con un «ahora estoy escribiendo, pero te prometo que mañana veo todo». De lo de la novia no le digo nada, porque sé que es en vano (conociendo desde hace años su síndrome de Don Juan DeMarco, ni pierdo tiempo en consejos).
Retomo la escritura. WhatsApp Web me distrae, así que lo cierro. La idea de la angustia y el tedio es deliciosa, lástima que mi estabilidad emocional está siempre en menos diez, porque esta misma historia en manos de un buen escritor sería una maravilla.
Otro audio de mi tía Lili. Lo dejo correr. Sin oírlo, escribo respuesta desde el teléfono: «¡Diantres, querida, guau!».
Bunbury canta cada vez más fuerte, me habla sensual cerca del oído, le pido que se quede quieto, que estoy ocupada. Me hace caso, pero desde la cama veo que Cyrano Hércules Sabino de Bergerac o, más bien, Cyrano Penacho, como lo llamamos los íntimos, quien quedó desde anoche enredado entre mis sábanas, se levanta para tomar la posta y distraerme. Me resisto, le digo que no, que estoy ocupada. Basta. «¿Podés creer?», le comento a Hamlet (el trastornado príncipe me acompaña a la derecha del teclado, me contempla con sus ojos hermosos, siempre en silencio). Pienso: «¡Mis novios son tan intensos!».
Estoy inmersa en el texto, mi personaje sufre y yo sigo tirando de la soga. Casi como un acto reflejo, reviso si llegó otro audio, pero me espanto al ver que el último enviado es mío: le hablé a Gustavo. Siempre que tomo lo hago. Elimino el mensaje sin oírlo, no me interesa qué pude decirle a ese gil. Me imagino la cara que pondrá cuando vea, una vez más, mis mensajes eliminados.
Desde el día que me dijo que, si yo fuera una ciudad de la Edad Media, sería una con los «muros muy bajos», pasó a mi lista de sujetos a los que mejor no hablarles ni verlos sobria. Pero, después de la segunda copita… no sé por qué se me hace tan irresistible ese nivel de imbecilidad.
Volviendo al tema de los muros, no me molestó que me dijera «mujer de muros bajos», lo que lastimó mi ego fue la explicación posterior: «Es que pensé que debería remarla más para levantarte»…
Vencida por las distracciones, finalmente abandono la escritura y tomo el celular.
22:08, audio a mi abuela: «Lela, terrible chabón se ve en la vela, ¡es una señal del universo! Hacete otro curso de registros akáshicos, así ya confirmamos si el forúnculo que te salió en la nalga no era una señal de que hay vida en otros planetas. ¿Dale?».
22:10, audio a la tía Lili: «Necesito que entiendas que no voy a volver a tener pareja, te admiro por aguantar al Lelo cuarenta años, pero yo no soy como vos. Me hace mal que me preguntes cada vez que hablamos si sigo sola».
22:12, audio a mi ex: «Forro, ¿así que una ciudad de la Edad Media? CORNUDO…».
22:13 audio a Gustavo: «Recontra forro, ¿así que una ciudad de la Edad Media? CORNUDO».
22:20, audio a mi psicóloga: «Creo que es al pedo seguir con el escitalopram. No me hace nada».
22:22, audio a mi psiquiatra: «Judith, mi bella y despiadada Judith, el escitalopram cambió mi vida, ¡no imagináis cuán prodigiosas han sido las líneas que pude escribir esta semana! Mi total gratitud a la princesa de mis desvelos, tu medicación será para mí como un estandarte, y juro por la memoria de mi padre que lo será para siempre».
A esta altura de la noche, Bunbury me molesta, pero no puedo apagarlo, no quiero sentirme sola. Sé que mañana no querré recordar los detalles de esta intensa velada, así que, en silencio penitente, saco el cilicio del armario para llevarlo a la cama que Cyrano dejó vacía (y que Hamlet se niega a ocupar) para torturarme hasta quedarme dormida.
Me acecha un nuevo día, uno de esos en los que encuentro el celular con muchos mensajes raros de la gente que quiero, que me quiere y que, a esta altura, sabe que lo mejor conmigo es no esperar mayores explicaciones.
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