Nadie más en aquel espacio donde el silencio constituye la unidad monetaria de los presentes. En uno de los vértices, frente a un nicho cuya abertura triplica a la de los ordinarios, mi espíritu improvisa una oración civil.
En su interior, mi padre, entre otros. Yo apenas si tenía uso de memoria cuando su hégira y mientras perduró la inocencia, mi madre mantuvo su versión de paradero desconocido.
Con los años, cuando me crecieron los pelos y el acné, mi curiosidad y los diretes vecinales me acabaron por conducir a este rincón proscrito en el que se amontonan los que recurrieron a soga y balanceo para reducirse ni siquiera a recuerdo.
Primero mosén Cosme, y después el resto de los párrocos que detentaron el poder eclesiástico en un pueblo sin almirantes, el mío, impidieron que los asesinos de sí mismos compartieran espacio con los buenos cristianos en el cementerio hasta que advino mosén Lope para desestigmatizar a los suicidas.
–He venido a informarte, padre, de que yo también tuve tu soga en mis manos, pero cuando iba a asestar la última patada me acordé de su ausencia, digité un teléfono y vinieron por mí con la sonrisa puesta.
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