Cuando entró la joven, la vio más demacrada. Solía acudir puntualmente, mes tras mes, con receta en mano y su lánguida mirada. Sin embargo, esa tarde algo era diferente, algo no encajaba.
Le dio su receta sin apenas alzar el rostro. Mientras la farmacéutica buscaba los medicamentos, una imagen desoladora le cruzó la mente. Acongojada, se dirigió al mostrador y antes de entregárselos, puso su mano sobre la de la joven.
Tenía una mano huesuda y helada, la joven extrañada intentó apartarse, pero ella no la soltaba, entonces la miró y con todo el amor que pudo le dijo que no estaba sola, que la tormenta pasaría y que ella estaría allí para cobijarla.
En un último momento, la joven se intentó zafar bruscamente, pero ella no se apartaba y de repente, algo en la joven se rompió, notó cómo quemaba, cómo su sollozo rompió el caparazón que tanto la asfixiaba, bramó el eco de su voz y al final brotaron sus lágrimas desconsoladas.
Quizás a veces baste con un apretón, con un cruce de miradas, con una palabra amable, con prestar más atención, percibir sin velos, entender miradas, ver a través de las señales visibles y las del alma.
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