Mario se levantaba cada día a las 7 de la mañana. Desayunaba en su gran comedor, con su gato y su perro rodeándole los pies. A las 7 y media, se lavaba su cara perfectamente simétrica, se echaba gotas en sus ojos azules y salía por la puerta hacia el trabajo. Todo el mundo adoraba a Mario. Tenía una suscripción al gimnasio al que iba tres veces por semana. Su cuerpo, atlético, atraía miradas allá donde fuera. Mario siempre tenía varias notificaciones en su móvil, planes por hacer y una pareja que lo adoraba. Nadie diría que Mario tenía algo malo. De hecho, Mario no sabía qué había de malo en él. Lo tenía todo. Pero cada mañana, mientras se miraba al espejo, se veía vacío. Sentía un agujero negro en su estómago que se hacía más y más grande.
Mario nunca dejó de asistir a las quedadas con amigos. Nunca dejó de superarse en el trabajo, de saludar a sus compañeros con su sonrisa tímida. Mario llamaba rigurosamente a su familia una vez a la semana. Sin falta. Pero cuando Mario se quiso dar cuenta, el agujero negro lo devoró en silencio. Nadie supo qué le faltó a Mario.
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