lunes, 30 de marzo de 2020

Voces en la habitación


Llueve… llueve mucho. Siento como las grandes gotas que caen del cielo lloroso, chocan contra mi piel como afiladas agujas, mientras corro sobre el fangoso suelo cubierto de hojas marchitas:

—¡Debes llegar! —Escucho que grita una voz parecida a la mía.

—¡Esto es tu culpa! ─le digo.

Resbaló en el fango y caigo de bruces sobre la hojarasca mojada. Odio el bosque. Mientras me levanto, logro escuchar como mi perseguidor se mueve a mi espalda. Giró mi cabeza, pero no veo nada: la torrencial lluvia cubre todo como una espesa niebla, sin embargo… sé que está allí, que se acerca.

Me levanto, sigo corriendo. Mientras más me alejo del sonido del fango siendo aplastado pesadamente detrás de mí, y del olor acre que desprende el azufre, me siento más nerviosa e inquieta.

¡Al fin! Logro ver entre la lluvia la puerta del cobertizo. La punta de los dedos de mi mano derecha cosquillea por asir la desgastada manija. Mi corazón golpea en mis oídos y ciento la piel fría, más que por la lluvia, por el terror.

Cierro la puerta. Lo oigo deslizarse afuera: el repugnante olor que desprende su cuerpo se cuela por las rendijas de cada tabla de madera que compone el lugar. Me alejo de la puerta y de las ventanas. Escojo una esquina de la habitación como refugio, y cubro mis oídos con mis manos frías y temblorosas: —Pasará, pasará ─me repite la misma voz en mi cabeza.

—No, no lo hará. Viene por ti —Escucho otra voz susurrar.

Mi respiración entrecortada, las manos en mis oídos no me dejan escuchar nada del exterior, pero no puedo dejar de escuchar esas voces. No veo nada, cerré los ojos hace mucho.

La puerta se abre despacio, escucho el rechinar del suelo cada vez que se mueve hacia mí. ¡No quiero ver!

Mi cuerpo tiembla incontrolable y me aprieto más a la esquina en la que estoy. Toca mi hombro con su repugnante mano, que desprende putrefacción y pus. Descubro solo un poco mis ojos por entre mis brazos, mientras él me susurra, teniendo su asquerosa cara, carcomida por los gusanos y su boca de dientes afilados e irregulares, muy cerca de mi oído:

—Todo está bien.

A punto estoy de gritar, cuando una minúscula punzada atraviesa mi brazo y todo comienza a desvanecerse.

Ya no está aquí… se fue de nuevo. En su lugar, se encuentra el chico que viene a verme cada día con más frecuencia: ropa de azul celeste, que contrasta bien con el perpetuo blanco de mi acolchada habitación. Le sonrío apenas y él se marcha por la pesada puerta con ventanilla de acrílico.

Observo fijamente la única fuente de luz de la habitación, comenzado a recordar donde estoy. Recuerdo a mi madre decir que mi mente fallaba, pero que esos señores de bata blanca me ayudarían… que solo serían unos días… ¿qué día es? ¿Cuándo vendrán por mí?

—Nunca…

—Idiota, nadie te quiere…

—¡Eres patética!

Las voces de nuevo… debo correr otra vez…

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