lunes, 2 de marzo de 2020

Disneylandia

Estás encerrado en Disneylandia. Ninguna atracción funciona, nadie más puebla este mundo mágico. Solo tú lo habitas, solo tú deambulas por sus calles vacías. Sus estridentes colores aparecen apagados. El castillo se te antoja una fortaleza inaccesible, como si la realidad se filtrara a través de una gasa. Todo parece poseer una atmósfera feérica, irreal, sin luz.

—¿Estás triste? No estés triste.

Te llegan voces lejanas, proferidas en un idioma que es el tuyo (y sin embargo, no entiendes). Voces que te instan a no estar triste —¿lo estás?—, a abandonar esos bulevares por los que caminas con desgana. Ellos no ven la realidad tras el decorado, la falsedad de la escenografía, la inutilidad de todo. Pero, ¡ay!, tú posees la mirada del tramoyista. Tú no te dejas engañar por la impostura del montaje. Bajo la alegre careta de Mickey Mouse, una persona llora. Y tú lo sabes.

—Sal a la calle. Distráete un poco.

Tu cansancio es antiguo, de otro siglo, de otra vida. No atesoras deseo alguno, solo obligatoriedad. No obstante, caminas. Dejas atrás las sombrillas voladoras de Toy Story, que penden inertes como ahorcados, y llegas hasta los fogones de Ratatouille. El olor de la comida tiene en ti un efecto emético, pero consigues tragarte la náusea. Sigues caminando, caminando, caminando.

—No deberías quejarte. Eres un privilegiado. 

Eres el residente de Disneylandia, su único poblador. En verdad deberías de sentirte afortunado, dueño y monarca de Nuncajamás. Y sin embargo, ¿por qué esta perenne sensación de culpa? Nada interrumpe su continuidad. La culpa es una garantía de memoria, un fuego frío, una constante. Movimiento perpetuo de la polea del alma, la culpa. Todo cuanto acontece.

—Tu problema es que piensas demasiado.

Qué hartazgo las bienintencionadas voces, nunca callan. ¿Recuerdas la primera vez que simulaste una enfermedad para no tener que enfrentar la vida? Aquel fue tu primer a esta feria de monstruos antropomorfos. «Piensas demasiado», te dicen las voces, y no saben cuánto darías por la posibilidad de dejar de pensar. Por conseguir un momento de paz, solo uno.

—Todos tenemos problemas.

Desearías levantarte más allá de tu sombra, alzarte sobre el légamo, erguirte por encima de tu salud mental y sus limitaciones. Haces acopio de una fuerza de voluntad que no posees, en vano. Regresas al reino helado de Frozen, a la angustia, a los fondos anóxicos donde cuesta respirar. Disneylandia es una cárcel.

—Estás así porque quieres.

Quizá los hayas visto en algún documental: los autos de choque de Prípiat, la ciudad más cercana a Chernobyl. Fueron abandonados y ahora aparecen cubiertos de óxido, pálida su carrocería. La vegetación los cubre con un estrato de hojas secas. Junto a ellos, vigía del desamparo, una noria que hace años dejó de girar. Es un paisaje desolado, un erial tóxico donde está prohibido acercarse. 

—Mañana verás las cosas de otra manera.

Tus ojos son del color de una refinería, recorres un terreno deprimido. Es Prípiat la cara oculta de Disneylandia, su reflejo oscuro, su asimetría. 

Soy yo.

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