Me gusta pintar, se dice Solimar, sorprenderme, resguardar la ingenuidad de la niña que fui. El mundo de los adultos, en el que me incluyo por edad, me parece demasiado tópico y respetable. Alguien me dijo que buscaba en el arte ese hijo que no tuve.
—¡Me llama la atención el color violeta! Protagonista de la primera escena en "la naranja mecánica"; ese clímax agresivo, sexual. El color reactiva mi instinto animal.
Diego, sentado a su lado, interviene:
—¡Instinto animal! Una cara sin artificios que incita a la creatividad. El peligro es no mantenerlo a raya ¿Has visto Joker?; nihilismo oscuro en vena; el vitalismo se transforma en autodestrucción.
Solimar lleva el pelo corto, cromático, se lo corta ella misma. Oculta sus manos en las mangas de la sudadera, una especie de amparo aniñado.
Aquí, el único color es el de los lápices de colores para pintar mandalas, la mayoría sin punta. No está permitido el sacapuntas, ni los bolígrafos, las deportivas con cordones…
Para protegernos, cavila Solimar. La sociedad nos etiqueta como peligrosos. La mayoría de nosotros, antes de hacer daño a otros, nos autolesionamos. Por eso estoy aquí.
—Este sitio es incoloro para amainarnos.
El espacio donde deambulan se resume en un pasillo blanco. Veinticuatro cubículos, con número y ventanilla: el número, su identidad. La mirilla, la falta de ella.
La azotea de los guerreros: Treinta chimeneas, treinta guerreros petrificados; un jardín de esculturas al cielo raso, su séquito. Solimar, una guerrera capaz de morir por un sueño no cumplido, una mujer lapidada. Ha subido la escalera consciente de que arriba todo va a cambiar. La pisada calcárea sobre la piedra, el tacto de la serpiente de caoba, vidrieras policromadas, luz morada, promesas de amaneceres en el mar, simulacros de bosques, arenisca curvilínea. Arriba, su silueta al borde del abismo. No puede defraudar, ya lo hizo en su andadura de mujer.
Perdí la batalla contra mí misma, alguien se interpuso en mi vuelo. Llevo aquí una semana, en un lugar blanco y verde menta. Necesito color como Kandinsky; "Dar vida al color".
—He inventado un juego: conceder un color a cada residente; el pasillo se transforma en las Ramblas de mí querida Barcelona.
—Te será difícil ponerme color —comenta Diego—, soy bipolar.
¿Cuál es mi color? Todo cambió tras la inseminación in vitro. Mi exmarido exigía un hijo varón de su sangre; los valores se entumecen, una probeta del presente con códigos medievales.
—¿Lo echas en falta?
—Aquí lo que echo en falta es el café. Es lo más parecido a la calle.
Aunque fuera no hay mucha diferencia, el fin del planeta azul; no quedará nada, ni mares, ni bosques, ni flores.
Solimar se sitúa al principio del pasillo; Kandinsky y Gaudí, curva y color.
—¡Lo que dibujamos se convierte en realidad! —grita.
Diego la acompaña. Juntos corren armados con tres tizas de colores, trazan líneas ondulantes que avanzan y explosionan; un mar, el desierto, la media luna, una cuna…
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