jueves, 26 de marzo de 2020

Una luz propia


Aquel martes de primavera, cuando se abrió la puerta de la clase y la figura del director apareció ante nosotros, todos nos echamos a temblar. Detrás de la figura circunspecta de don Nemesio se ocultaba, titubeante y temerosa, el ser más frágil que jamás contemplaran ojos humanos.

De cuerpo endeble y escuchimizado, aunque de estatura normal, piernas menudas y manos de gorrión, su enorme cabeza oblonga, de pelo lacio y bien peinado, daba a su figura una sensación de extrema delgadez. Gastaba unas gruesas gafas de negra armazón, que prestaban a su cara un aire tierno de niña grande.

El maestro nos había prevenido que ese día tendríamos una nueva compañera; que llegaba avanzado el curso porque había estado ingresada en el hospital a causa de su salud mental; que debíamos tratarla como a una igual y, sobre todo, que bajo ninguna circunstancia debíamos reírnos de su figura, ni convertirla en el objeto de nuestras burlas.

Aquel día, a la hora del recreo, alineamos a Paulita de portera de uno de los equipos de fútbol que habíamos organizado. Y, aunque ella se mostraba feliz, intentando atajar los balonazos que le llegaban sin cesar desde todos los ángulos de la cancha de juego, fue un error, porque, en una ocasión, el balón se coló entre sus manos de mantequilla y se estrelló contra su cara. Fue visto y no visto. En el patio se hizo un silencio sepulcral, tan denso que casi podía tocarse. Todas las miradas convergieron sobre la figura de Paulita que, oscilante, comenzó a perder la verticalidad de forma lenta, hasta que perdió el centro de gravedad y su voluminosa cabeza arrastró de su cuerpo y golpeó con contundencia uno de los postes de la portería. Todos quedamos petrificados ante aquella escena, anclados como ballenas varadas sobre el cemento descarnado del patio. No obstante, nuestra conmoción duró poco, ya que Paulita se incorporó en un instante, pausada pero diligente; se colocó las gruesas gafas con seguridad; se atusó el pelo; se sacudió el polvo del vuelo de la falda y, desgranando una sonrisa de una ternura y una ingenuidad inconmensurables, preguntó: "¿ha sido gol?", mientras sus ojos, desorientados, buscaban el balón por doquier.

El curso siguiente, el primer día de clase, todos notamos enseguida que Paulita no estaba; que no percibíamos la luz propia que ella desprendía. El maestro nos informó que, durante las vacaciones, había sido ingresada de urgencia en el hospital, donde unas altas fiebres habían acabado con su vida.

Y ahí nos dimos cuenta de que Paulita había pasado por nuestra existencia como pasan las aguas mansas de los arroyos: sosegadas, tranquilas, apenas sin hacer ruido, pero dejando tras de sí la impronta de su paso, la huella indeleble de su discurrir. Con el tiempo comprendimos que su luz seguía resplandeciendo, porque nos había regalado, con su luminoso ejemplo, la enseñanza de que no hay niñas y niños, mujeres y hombres, sino personas sensibles y apasionadas que dejan su estela luminosa allí por donde pasan.











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