jueves, 26 de marzo de 2020

Mariana


Le puse el mismo nombre que había llevado mi prima. Mis recuerdos de ella son pocos, pero muy vívidos. Era una niña, como se llamaba decorosamente entonces, "especial". Yo, ingenua, pregunté a mi madre y a mi tía lo significaba esa palabra. Ninguna logró darme una explicación satisfactoria, pero sí me pidieron que no contara a nadie la condición de Mariana.

Ella no hablaba nunca: se comunicaba con gruñidos, gritos y, ocasionalmente, llanto. Lloraba a mares por lo que entonces me parecían razones absurdas: la rotura de un crayón, el paso de una ambulancia, el olor a pescado en la cocina. El mundo la incomodaba, y por eso pasaba mucho tiempo en su habitación: un cuartucho oscuro del último piso, donde dormía, comía y hacía dibujos.

La mayoría de los niños, a su edad, pintan garabatos. No en su caso, dibujaba incluso mejor que la mayoría de los adultos. Se restringía a un solo tema: la vista de la ciudad desde su ventana, con cambios de luz y de colores, en un estudio eterno que ocupaba las cuatro paredes. El mismo dibujo, igual pero distinto, hacía de su cuarto un enorme caleidoscopio.

La vi pocas veces, pues era raro que visitáramos a la tía, y más raro aún que Mariana estuviera a la vista. Yo quería jugar con ella. Las primeras veces me le acercaba y le preguntaba qué quería hacer, pero ella no me respondía o empezaba a hacer sonidos de gato acorralado. Con el tiempo aprendí su particular lenguaje. Me sentaba cerca, con un papel y un crayón, y ambas pintábamos en silencio. A veces, se daba la vuelta para mostrarme su progreso, o movía los brazos de arriba a abajo de una manera que solo puede describirse como el aletear de un pájaro contento.

La noticia de su muerte fue inesperada. Llegó en mitad de la tarde y de la forma más abrupta: por llamada telefónica. No supe entonces llorarla: a mis siete años, el concepto de la muerte me era esquivo. Mi madre me lo explicó como un largo viaje, y lo mismo le repetía a mi tía cuando ella la llamaba llorando, a la media noche, en varias ocasiones de los meses siguientes. Yo escuchaba de lejos, tendida en la cama, y me preguntaba si mi prima se habría llevado a su viaje sus excéntricos dibujos.

Ya en la universidad, volví a visitar a mi tía, que seguía vistiendo de negro. Me mostró algunos de los dibujos, ya amarilleados por el tiempo pues el resto los había quemado, en un intento infructuoso de olvidar. Al mencionarle el día fatídico, se le aguaron los ojos. "Lo que más me duele" dijo "Es que nunca sabré por qué lo hizo. Yo no podía entenderla. Nadie podía".

Quizá fue en eso en lo que pensé cuando bauticé a mi hija.

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