En el colegio quería viajar para huir de las risas solapadas por mis ojos rasgados, mi aspecto físico y sus dudas sobre mi salud mental.
Mis padres se encargaban del cuidado de una finca. Yo frecuentaba las cuadras para hablar con Estrella, una hermosa yegua blanca: «Si miras hacia el Sol al amanecer y extiendes los brazos en cruz, el derecho señalará al Sur. Allí está Jerez, donde tú naciste. Un día te llevaré a Jerez. Te lo prometo». Ella giró su cuello para mirarme con sus dos escarabajos gigantes.
Una mañana desperté temprano, asalté la despensa, preparé a Estrella y salimos. Miré hacia donde asomaba la luz del Sol, extendí mis brazos y nos dirigimos al Sur. Atravesamos fincas y nos detuvimos junto a un arroyo. Estrella me miraba como para cerciorarse de que no estaba soñando.
Íbamos al paso, cuando el sonido de una sirena nos sobresaltó. Un agente de la Guardia Civil gritaba:
—¿Dónde vas… chico?
—A Jerez.
—Te están buscando. Andan preocupados.
El señor envió un vehículo con remolque para llevarnos de regreso. Estrella protestaba pateando el suelo. Al llegar, mis padres suspiraron aliviados. Cuando nos quedamos a solas, me lo dijeron: «No vuelvas a hacerlo. Puedes tener un accidente y buscarnos la ruina». No soportan verme llorar, pero no pude evitarlo, aun haciendo sufrir a lo único que tengo en este mundo. Me abrazaron y lloramos juntos.
Pronto llegó la primavera.
«Mira Estrella. Si al amanecer miras al Sol y extiendes tus brazos en cruz, Doñana quedará a tu espalda. Es un buen lugar para vivir. Un día, tú y yo iremos a Doñana. Te lo prometo».
Esta vez fue diferente. Estrella se puso al galope en cuanto tomó el camino de tierra, volamos levantando una estela de polvo. Mucho tiempo después, Estrella se detuvo y miró al horizonte. Bajé de su lomo, le quité la silla y la cabezada y acaricié su cuello para terminar con una palmada en su grupa. Estrella se apartó unos metros, giró su cuello para mirarme y se alejó al galope. Fue la última vez que la vi.
Un coche de vigilancia se detuvo al verme.
—Llamen a la Guardia Civil —dije—. Seguro que me buscan.
De nuevo enviaron el mismo coche con el mismo remolque que viajó vacío. El dueño de la finca esperaba junto a mis padres.
—¿Sabéis cuánto valía esa yegua? —preguntó airado.
—No más que esto —respondió mi madre, mientras colocaba sobre la mesa algunas joyas y dinero en billetes—. Puede llevárselo todo a cambio de su maldito caballo, pero deje en paz a nuestro hijo.
Nunca me sentí tan orgulloso. Ninguno de nosotros esperaba esa reacción. El dueño salió a toda prisa sin recoger nada.
Hace años que ocurrió y no quiero olvidarlo.
El dueño de la finca nunca volvió a molestarnos.
En cuanto a Estrella, me gusta pensar que sigue libre y, de vez en cuando, imagino que me lleva sobre su lomo.
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