jueves, 26 de marzo de 2020

La madre del mago


Intuí que por fin algo había cambiado cuando le vi levantarse con algo que se asemejó a la determinación, quitarse los castaños mechones del rostro, secarse las lágrimas con el dorso de la mano derecha desnuda ya del grillete matrimonial, y aspirar con fuerza un cargamento invisible de valentía.

Me acerque a Joanne amortiguando mis pasos con dos humeantes tazas de té y su milagrosa medicación, que cada día, por derroteros callados, le llevaba de la mano lejos de ese otoño de penas que ya duraba demasiado.
Atrás quedaba ese amor inconveniente por destructivo, y los pocos recuerdos gratos de su estancia en Lisboa, el eco de la amarga soledad y esa tristeza adherida a sus huesos como un chicle a la suela de un zapato. Esa lluviosa mañana de octubre decidió su futuro poniendo su pesada carga emocional en la balanza, y con la claridad meridiana de vuelta en el cuerpo, soltó el lastre que le ahogaba.

Bebimos hombro con hombro en un silencio que pocas veces es tan bullicioso. Podía oír sin problemas el enjambre de ideas bullendo de nuevo en su cabeza, plena de efervescencia... ya no me prestaba atención.
Concentrada como estaba, caminó resuelta hasta la mesa camilla, que cansada de esperar su retorno fue acumulando macetas de primorosos geranios. Desempolvó las letras de la vieja y fiel Olivetti con una caricia reconciliadora, y deslizó una expectante hoja en blanco bajo el rodillo… recuerdo que fue la primera de muchas.
Adornó al personaje con múltiples penas compartidas, dejándole en herencia la orfandad de su alma que procuró, poco a poco, convertir en fortalezas, las mismas que páginas a páginas le devolvían la salud mental quebrantada.
Confinó a la depresión, su acérrima enemiga, en la prisión de Askabán, y al joven mago, su hijo literario predilecto, le marcó con un relámpago la frente.

—Dianne, querida, ¿qué nombre podría ponerle al chico?—oí que preguntaba por sobre el incesante repiqueteo de su máquina de escribir mientras yo preparaba la cena.

—Harry, Joanne. Llámale Harry —le solté tan convencida que ni siquiera lo dudo, y por primera vez, me hizo caso.


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