Para nosotras era como un héroe. A pesar de vivir a cientos de kilómetros, nuestras vidas giraban en torno al tito Manuel. Mamá y las titas enviaban al pueblo paquetes de ropa para que la abuela se la llevara donde él vivía. "Es muy presumido", decían. También le mandaban dinero todos los meses para que no le faltara de nada.
―¡Cuidado con la foto del tito Manuel! ―gritaba mamá desde la cocina, cuando nos mandaba limpiar el polvo de los muebles del comedor. Esa foto era objeto de adoración. Se la hizo un fotógrafo profesional y la abuela distribuyó por las casas de toda la familia.
A nosotras nos encantaba escuchar historias sobre su vida: "Tuvo muy mala suerte", decía la abuela, y su mirada marina se derramaba por los surcos de las mejillas resecas. "Se enamoró perdidamente de una chica tan guapa como él, hacían muy buena pareja pero ella lo abandonó. Aquello hizo que su carácter se agriara, ¡en mala hora la conoció!", repetía siempre que se le presentaba la ocasión. "Como era muy apañado se colocó en la casa más rica del pueblo; acababa de cumplir la mayoría de edad. Pero tuvo la desgracia de que el perdigón de un cazador furtivo le diera en el ojo y lo tuvo que dejar…", remataba, sin acabar de dar nunca la última explicación.
Durante los difíciles años de la postguerra no se resignó a su suerte y de su mente brotaron brillantes ideas que soñó convertir en realidad. Una vez se le metió en la cabeza hacerse repartidor de legumbres y hortalizas entre los pueblos aislados de la comarca; compró un burro, lentejas, habichuelas, garbanzos y habas y se estrenó como vendedor ambulante con la ilusión de prosperar. Pero nunca llegó a su primer destino: le vendieron un burro enfermo y se le murió a mitad de camino. Tuvo que regresar al pueblo sin el animal y con la carga sobre sus espaldas. "Ese día perdió la cabeza, tenía veintitrés años", sentenciaba el narrador ocasional. Nosotras nos entristecíamos mucho al constatar que todas las historias del tito Manuel acababan mal.
Un día mamá nos comunicó que haríamos un largo viaje en tren y que lo podríamos conocer: la abuela nos llevaba de vacaciones. Cuando llegamos al pueblo tuvimos que esperar varios días para visitarlo en el hospital de la provincia. Mientras, hicimos amistad con otros niños y niñas del lugar.
―Mañana no podemos venir a jugar, vamos a ver a nuestro tito Manuel ―informamos, muy orgullosas, al resto de la pandilla.
―¿A quién? ¿Al loco? ―soltó un niño, a bocajarro. El impacto fue brutal.
En realidad nosotras sabíamos que el tito Manuel estaba enfermo, mamá nos había explicado hacía tiempo que tenía un problema de salud mental; sin embargo, en nuestra familia jamás se había pronunciado aquella palabra, por eso nos explotó en el corazón como una bomba. Cuatro décadas después al tito Manuel se le atragantó la vida pero nosotras seguimos siempre a su lado.
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