Mi hermano Raúl tenía los ojos azules. Sus mandíbulas eran fuertes, sus labios gruesos y su rostro armónico. Tan guapo que sus amigos solían bromear diciendo que con un poco de rímel y maquillaje, sería hasta guapa. Era el más alto de la familia, los demás éramos morenos, ojos oscuros y bajitos.
Mi hermano Raúl era el más listo de todos. Mi madre decía, bastante a menudo, que era el que aprendió antes a hablar, a restar y dividir. En el colegio era el más educado y responsable. Todos comentaban que era apasionadamente curioso. Curiosidad que le llevó a ser el número uno de su promoción de Ciencias Físicas de la Universidad de Oxford. De casa fue el único que estudió en el extranjero, ya que en mi familia los recursos económicos estaban muy limitados. A mí me tocó trabajar en la fábrica de muebles local siendo casi adolescente para contribuir a la economía doméstica y, a la postre, a su anglófila licenciatura.
Mi hermano Raúl no tenía complejos ni amarguras. Era divertido y zalamero. Las mujeres y hombres se lo rifaban, todos querían estar con él. Creo que también era buen amante, porque alguna vez que he pasado la noche en su casa y él compartía cama con cualquiera de sus innumerables parejas, he creído oír algún que otro: Dios no pares, ahí, justo ahí… ¡qué gusto! Yo, en la soledad de mi dormitorio, pensaba en mi vida rutinaria de casa al trabajo y del trabajo a casa, solo interrumpido por el atracón de series de los días de fiesta.
Mi hermano Raúl no era presumido. Había nacido con el don de la elegancia, todo en él era natural. Tenía instinto para elegir la ropa adecuada para cada ocasión y combinar las prendas con acierto. Todo le sentaba bien. No necesitaba ropa extravagante ni de marca, transmitía clase y estilo. Mi armario, en cambio, era limitado, pequeño y convencional.
Mi hermano Raúl era resolutivo, de inteligencia ágil, capaz de afrontar cualquier asunto problemático con una rapidez que apabullaba. Cuando yo tenía que tomar alguna decisión siempre acudía a su encuentro. Él no me juzgaba pero, en cierta medida, imponía su consejo. Ante cualquier dilema, escuchaba su voz, día y noche, diciéndome lo que debía hacer en cada caso.
Odiaba a mi hermano Raúl, siempre me he visualizado como un gusano a su lado. Todos en casa y, hasta yo misma, me comparaban, con la cruda y palpable realidad de que él tenía ese no sé qué que le hacía tan único y yo, yo me sentía inferior e insignificante. Desde pequeña he acudido periódicamente a la consulta de psicólogos y psiquiatras con el fin de recuperar mi salud mental, descubrir los fantasmas de mi mente y superar mi animadversión hacía él.
Bueno, lo confieso, este confinamiento por coronavirus me tiene esquizofrénica. Mi gran problema no es mi hermano Raúl; mi gran problema es, según dicen, que me lo estoy inventado todo. Soy hija única. Perdonadme.
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