Soñé que estaba trabajando, y sí, era una especie de hospital psiquiátrico cuyos objetivos eran propender al tratamiento y mejoramiento de la "salud mental".
Pero había tres viejitos muy viejitos siempre sentados en el mismo lugar a los que yo veía que nadie les daba de comer.
Entonces aunque todo parecía funcionar bien, lo único que funcionaba eran los protocolos, y yo tenía que realizar acciones fuera de los protocolos y de mis funciones, sortear a los demás funcionarios y a mis propios colegas trabajadores sociales (que no me querían mucho) para llevarles comida a los tres viejitos.
Uno de ellos era mi tío abuelo político Horacio Canto, otra era mi tía abuela Blanca, su esposa (hermana de mi abuela); y la otra una mujer vieja muy vieja y quizá (seguro) también de mi familia y muerta hace años, pero a quien no puedo identificar.
Los tres viejitos estaban duros de viejos, de mal atendidos y de muertos de hambre, y el hecho de yo llevarles la comida sorteando médicos generales, psiquiatras, residentes, enfermeros y guardias de seguridad, y metiéndome en lugares y con gente que no sabía cómo me iban a tratar o a responder, constituía una transgresión que siempre me dejaba en jaque, y en eso consistía mi trabajo.
Por suerte había otras personas que se desempeñaban en silencio de la misma manera que yo, y entonces los pacientes podían comer dignamente mientras se desarrollaba su tratamiento, a veces agudo, a veces crónico, y siempre con resultados dispares, donde lo mejor que podía ocurrirles, era no volver nunca más allí.
Lo que buscábamos en el fondo, era potenciar la atención en policlínica, mejorar la calidad técnica y humana de psiquiatras y equipos técnicos, y sobre todo, apoyar la propuesta de desmanicomialización del paciente de salud mental, creando centros pequeños, bien equipados, con personal capacitado y sobre todo de enorme calidez humana.
Por el momento, solo podíamos transgredir los protocolos, porque el Estado no brindaba los recursos para llevar adelante una Ley de Salud Mental, aprobada recientemente en el mismísimo Parlamento.
Pero había tres viejitos muy viejitos siempre sentados en el mismo lugar a los que yo veía que nadie les daba de comer.
Entonces aunque todo parecía funcionar bien, lo único que funcionaba eran los protocolos, y yo tenía que realizar acciones fuera de los protocolos y de mis funciones, sortear a los demás funcionarios y a mis propios colegas trabajadores sociales (que no me querían mucho) para llevarles comida a los tres viejitos.
Uno de ellos era mi tío abuelo político Horacio Canto, otra era mi tía abuela Blanca, su esposa (hermana de mi abuela); y la otra una mujer vieja muy vieja y quizá (seguro) también de mi familia y muerta hace años, pero a quien no puedo identificar.
Los tres viejitos estaban duros de viejos, de mal atendidos y de muertos de hambre, y el hecho de yo llevarles la comida sorteando médicos generales, psiquiatras, residentes, enfermeros y guardias de seguridad, y metiéndome en lugares y con gente que no sabía cómo me iban a tratar o a responder, constituía una transgresión que siempre me dejaba en jaque, y en eso consistía mi trabajo.
Por suerte había otras personas que se desempeñaban en silencio de la misma manera que yo, y entonces los pacientes podían comer dignamente mientras se desarrollaba su tratamiento, a veces agudo, a veces crónico, y siempre con resultados dispares, donde lo mejor que podía ocurrirles, era no volver nunca más allí.
Lo que buscábamos en el fondo, era potenciar la atención en policlínica, mejorar la calidad técnica y humana de psiquiatras y equipos técnicos, y sobre todo, apoyar la propuesta de desmanicomialización del paciente de salud mental, creando centros pequeños, bien equipados, con personal capacitado y sobre todo de enorme calidez humana.
Por el momento, solo podíamos transgredir los protocolos, porque el Estado no brindaba los recursos para llevar adelante una Ley de Salud Mental, aprobada recientemente en el mismísimo Parlamento.
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