En un pispás y sin pretenderlo pasé de provocar enojos… “Juanita, ese no es el puesto de los zapatos”... “Juanita, esos calzones no se lavan solos”… “Juanita, cómete la verdura, las habichuelas también forman plasta”... “Juanita, estás castigada por hablar en clase”...; dejé de ser la oveja negra del rebaño para convertirme en celebridad… “¡Qué portento de chiquilla!”… “¡Qué cerebro!”… “Tan joven y tan sabia”… “No demoran en darle un trabajo en la Nasa”...; todo ello por resolver el enigma de Pitágoras.
Que quede claro. Yo a mis diez abriles no sabía nada de Pitágoras, catetos e hipotenusas, no era ninguna lumbrera, lo único que se me daba bien en la escuela era el recreo y sólo había visto una vez a la tía Abelarda.
De un tiempo para acá, Abelarda venía experimentando el mismo problema que yo acarreaba desde que abandoné la cuna. Todo se le olvidaba, todo lo confundía y de todos recibía los consabidos regaños y repulgos por no andar con los cinco sentidos encendidos.
La cosa estaba maluca y se puso de color de hormiga cuando ella se rebeló y transformó su habitación en un búnker inaccesible en el cual se pertrechó luego de declarar que si no le devolvían inmediatamente a Pitágoras…
¿Pitágoras?… Allí surgió el enigma. Familiares, amigos y vecinos se dieron a la tarea de lucubrar... “Pitágoras fue su primer novio”… “Su maestro preferido”… “Su diario de adolescente”… “Su hijo no nacido”... “Su amante”… “Su alias de guerrillera”.
Unos murmuraban, otros vociferaban, pero nadie escuchaba el clamor de la tía. Yo, que estaba allí por casualidad, subí hasta su búnker, paré oreja, cogí al vuelo unas cuantas frases pronunciadas por ella, sumé… “Pera más manzana igual dos frutas”, le envié un mensaje al Cortico, mi padre, él vino en mi auxilio y…
Media hora después, platiqué seriamente con Max, lo convencí de que hiciera las veces de Pitágoras y juntos subimos a negociar con Abelarda…
«Abelita. Mira quién vino a saludarte. El bueno de Pita».
Con un batir de cola, una carita feliz y un minuto de guau-guau, Pita obró el milagro. Gracias a mi perro Max, la abuela recuperó al instante toda la lucidez de sus ocho años. Para acabar de lucirme, yo inventé una historia de Abelarda y Pitágoras unidos en la alegría y en la desgracia. Todo el mundo se la tragó y ni ella ni el can la desmintieron.
El resto fue miel sobre hojuelas. Ellos dos se fueron a vivir al campo. Allí, con el concurso de Pitágoras, la tía se reconcilió consigo misma y adoptó para siempre su mejor versión, la de una niña feliz, risueña y sin preocupaciones.
Yo lo sentí en el alma. Max y Juanita eran inseparables. Pero dadas las circunstancias, que Abelita lo necesitaba más que yo...
Ese fue el enigma. Su solución… “Si tan sólo supiéramos escuchar el clamor ajeno”…
«Sí, mami, ya te oí. Pero que mi hermana Carla lave mis calzones. Los portentos como yo estamos para cosas más importantes».
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