Como si fuera una consigna forzosa por cumplir, hablaba todos los días por el teléfono público de la esquina (cuando existían por dondequiera). Se demoraba observando hacia el interior de una guardería ubicada frente a la caseta telefónica (un enorme cancel con vidrio hacía posible ver el jardín de infantes). Todos lo sabían en el barrio: no marcaba ningún número, había extraviado su salud mental y sólo hablaba de Ramsés, los sacerdotes y las teorías de Carlos Marx (tópicos de otra patria), pero ignoraban cómo había ingresado al fatídico mundo del exilio psíquico o de qué forma su vulnerabilidad había resuelto encontrar un viaje sin regreso. Su mirada ya era una ostra enigmática en el mar de lo imposible: ya nada se podía indagar. Algo guardaba en el cofre de recuerdos, de razones, de afectos, de culpabilidades o disculpas, pero la llave se pierde un día y todo permanece aprisionado para siempre. En algún momento su familia lo confinó en una clínica de rehabilitación, pero él escapó: saltó una barda enorme y se fracturó la tibia. Después circuló desaliñado y cojo por las calles. Mendigaba en los puestos de comida y siempre iba hacia el teléfono. Todos lo llamaban "el loquito". Las empleadas de la guardería se habían dado cuenta: miraba en especial a una de ellas. Cuando bromearon con la chica acerca de su enamorado, ella les contestó acongojada (y sin poder fingir más): no se burlen, es mi papá. Bastaron sus lágrimas para transmitirles el dolor más allá de un final y la tragedia más allá de un territorio.
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