Resultados del Concurso de relatos cortos "salud mental y cultura".
Relato ganador:
● Dos vidas atrapadas, de Maria Lara Hernández Abellán.
Finalistas:
● Sombras de nubes, de José A. Gago Martín.
● El auténtico héroe eres tu, de José María Alonso Fernández.
● Como una ola, de Francisco Javier Insa.
Muchas gracias a todos los participantes. Enhorabuena a la ganadora de esta primera edición, también a los otros tres finalistas.
Esperamos continuar construyendo cultura en salud mental en próximas ediciones.
Un saludo.
Blog con los relatos presentados al concurso convocado por la Plataforma “Salud Mental y Cultura”, integrada por la Unidad de Salud Mental Comunitaria del Hospital de Los Arcos-Mar Menor, las concejalías de cultura de los municipios de Los Alcázares, San Javier, San Pedro del Pinatar y Torre Pacheco, las asociaciones AFEMAR, AIKE Mar Menor y LAEC, y la Fundación entorno Slow-Proyecto Neurocultura de Torrepacheco.
viernes, 26 de junio de 2020
jueves, 14 de mayo de 2020
jueves, 7 de mayo de 2020
El timbre
Al salir de la estación comenzó a caminar más deprisa. Haberla encontrado con tanta facilidad le maravillaba, tanto como un truco de naipes bien hecho. Mientras se dirigía a Berlín nunca se había parado a pensar que ella podría haber muerto hace tiempo, o que podía haberse trasladado a otra ciudad. El destino había hallado la senda. La fina llovizna del otoño pareció caer como un suspiro y las calles se oscurecieron. ¿Cómo le recibiría? Ahora, intentaba imaginar su rostro, pero no lograba reunir en una imagen viva todo lo que se hallaba en su mente; todo lo que recordaba de ella: su figura alta y delgada, su cabello negro e indomable, su boca de sonrisa interminable; la empapada gabardina que llevaba la última vez que la vio, al despedirse en esa misma estación, poco antes de que su padre se hubiese suicidado. Nunca pudo olvidar la expresión de su cara, cansada, amarga y triste al mismo tiempo. El indomable cabello goteando y vencido por la lluvia. El rojo de labios y el rímel corrido. Era como si su bello rostro se hubiese desmoronado.
De pronto miró su reloj, aún faltaban dos calles más. Se dio cuenta de que estaba indecentemente ansioso, incluso más de lo que lo había estado la primera vez que lo hicieron, cuando ella apretaba su cuerpo, completamente empapado de sudor, contra el suyo y, al mismo tiempo, él sentía la fría pared en su espalda. Era como estar junto a un precipicio y sentir ese vértigo que te dispara la adrenalina. Con ella, siempre era así. Por fin llegó ante el número 89, se detuvo, encendió un cigarrillo, aspiró y pudo contemplar como se avivaba la brasa, tragó una bocanada de humo picante y lo exhaló lentamente. Con paso firme y sin prisas se acercó a la puerta. En ese momento salió una mujer con un perro y le dejó pasar. El ascensor estaba averiado. Comenzó a subir. La escalera estaba tan oscura que tropezó varias veces. Las luces tampoco funcionaban. Cuando, inmerso en la oscuridad llegó al cuarto piso, encendió una cerilla y la acercó a un rótulo de latón. No, ese no era el nombre. La llama de la cerilla le quemó los dedos justo antes de iluminar la chapa de latón correcta. Las iniciales eran E. V. V. Dios...como le latía el corazón...Tanteó en la oscuridad para encontrar el timbre y lo hizo sonar. Esperó, esbozando una sonrisa, pero con el alma en vilo. Quizá no había nadie. Quizá hubiese cambiado de dirección.
Al fin, escuchó el sonido de una cerradura, un pestillo produjo un ruido resonante, y la puerta se entreabrió. La silueta de una mujer asomaba en penumbra, pues el recibidor estaba casi tan oscuro como el rellano de la escalera, y, desde esa oscuridad, le llegó, casi flotando, una voz susurrante y quebradiza. Él, a pesar de que su cabello negro había sido invadido por hebras grises, la reconoció al instante. Justo cuando iba a dirigirle la palabra, ella le interrumpió:
– ¿Quién es usted…? ¿Qué desea?
Se quedó petrificado…
– Erika...Soy yo…Antonio... – la verdad es que está muy oscuro...pero soy yo….¿No me ves…? He vuelto.
– No, no, no...no puede ser… – repetía la mujer mientras iba retrocediendo.
Ella chocó contra algo, posiblemente un paragüero, entonces soltó un grito. Fue tan alarmante como si alguien la hubiese golpeado con violencia. Él puso un pie dentro de la casa y, de repente, ella recuperó el equilibrio, lo frenó con sus manos, y le miró. Antonio jamás olvidaría esa mirada. Se había perdido en el tiempo, detenida en un mundo de locura y olvido. Los ojos de él se llenaron de lágrimas, pero insistió.
– Erika...mi amor… – farfulló él entre sollozos.
– Lo siento. Váyase… Usted no es él… – añadió atusándose el cabello y endureciendo la voz.
Ella empujó a Antonio y le hizo retroceder hasta el dintel de la puerta. Cuando él cogió aire para intentar decir algo más, la puerta se cerró con gran estrépito.
No, no había luz en ninguna parte. Ya no.
martes, 5 de mayo de 2020
El piso frío
Mis papás están peleando otra vez. Por mi culpa.
Mi papá descubrió que me estoy tomando las pastillas que me envió el psiquiatra. Ya nos había advertido que si le desobedeciamos, habría consecuencias.
Si tan solo me hubiera escondido bien para tomarlas. Si tan solo me hubiera metido al closet o esperado a que se durmiera. Si hubiera tenido más cuidado, mi mamá no estaría en problemas.
Ahora es mejor quedarme encerrada en mi baño, acostada en el piso. Tengo un poco de frío, pero esta bien, aquí puedo escuchar como pelean. Algo le grita mi mamá sobre salud mental, no se que es eso, pero suena muy importante para ella. Mi papá solo se ríe y se burla de ella, dice que eso es para débiles. Yo no quiero ser débil, yo quiero ser igual de fuerte.
El psiquiatra me cae bien. Me gusta que me pregunte cómo me siento, me hace sentir normal y no un fenómeno como dicen mis compañeros del colegio. Tampoco se enoja por distraerme, ni me llama inútil o burra, como lo hace mi maestra. No se ríe porque tartamudeo cuando leo, ni me critica por ser morena. Dice que él va a apoyarme a sentirme bien, sentirme tranquila.
Una vez quise hablar con mi psicóloga de la escuela. Decirle que mis compañeros no paran de gritarme "puta". Decirle que me nalguean en los pasillos, pero uno de los que me molestan es su sobrino, nunca me creería, se ve que lo quiere mucho. De seguro le hablaría a mi papá para acusarme, y no quiero que mi papá se de cuenta que soy una rechazada. No quiero que mi papá también me rechace como todos, o igual que mi verdadero papá, que prefiere estar con sus demás hijos. A mí ya ni me reconoce.
Mi mamá piensa que no es normal quedarme todo el día en cama, o llorar a cada rato. Dice que no es normal cortarme. No quiero contarle, ya no quiero que sufra. Por eso me llevó al psiquiatra, claro que a escondidas, como cuando me compra ropa y me pide esconder las bolsas para que mi papá no se altere como hoy. Que no se altere como el día que se enteró que me llevó con el doctor. Ese día destruyó la cocina, sentí como perdería a mi mamá, mientras el sostenía la silla sobre su cabeza, dispuesto a pegarle con ella.
Mejor me quedo aquí encerrada. Me hipnotiza ver mi sangre recorriendo mi brazo. Se siente rico cortar las capas de mi piel con la navaja del rastrillo. Siento como se libera la presión en mi pecho, como se relaja ese nudo en mi garganta que no me deja tragar ni respirar. Creo que ésta vez me corté de más. Me siento muy cansada. No puedo enderezarme, mucho menos levantarme a limpiar la sangre del piso o de mi ropa. No paro de sangrar, pero tengo mucho sueño. Solo quiero dormir, quiero descansar. Solo quiero paz.
El ruido del silencio
Recuerdo lo rápido que latía mi corazón, me sudaban las manos, lo único que pasaba por mi mente era si yo podría matarla… antes que ella a mí.
—Eres un cobarde.
«¡Hazlo!, aprieta el gatillo —pensé—. Antes de que sea demasiado tarde».
—¿Por qué me haces esto? —dije en busca de esperanza.
—Te lo has hecho tú mismo… ¡bang!
Disparó.
En ese momento desperté.
Me dolía la garganta, probablemente había gritado, la mirada preocupada de mi hermano Gabe lo decía todo...
—¿Estás tomando tus pastillas, Adam?
—Era ese sueño otra vez —interrumpí—, pero estaré bien.
—Eres un buen hombre, recuérdalo.
—Ella me hace olvidarlo, dice que hice algo malo.
—¿Qué fue lo que hiciste?
—… No lo sé.
La agonía al caer la noche es inevitable. Sé que si cierro los ojos ahí está ella, intentando eliminarme, por algo que ni siquiera hice… ¿o sí?
Esas pastillas ayudan en mi salud mental, pero cuando sueño, el infierno comienza… y hoy, no fue la excepción.
—Te estoy mirando —susurró aquella mujer.
Le pregunto el motivo del porqué está ahí, se reduce a decir:
—Tú sabes la respuesta.
Mi corazón late cada vez más, veo el arma sobre su mano, siento la mía temblando… me apunta, le apunto… ¿me mata, la mato? En ese momento despierto, sin saber qué hice, no sé si yo merecía morir, tampoco si en verdad morí, no sé si la maté, o si al menos tuve agallas para hacerlo.
Cuando duermo, vuelvo a esa escena, casi siempre es igual. ¿Será que le tengo miedo a morir?, ¿por qué habré de morir si soy un hombre bueno?... ¿por qué habré de vivir si no me siento vivo?
«¡Tienes miedo!, Estás solo. Nos tiene a nosotros. ¡Escúchanos!, No los escuches. Dispara. No lo hagas, ¿Por qué lo hiciste?». Soy esclavo de mis pensamientos.
Hoy, Gabe me recibió con una pregunta inusual.
—¿Te has enamorado?
—¿Tú sí? —respondí confundido.
—… Enamorarse es uno de los actos más valientes, es entregarse, permitirle ver a alguien las espinas que tú ni siquiera sabes que tienes clavadas, eres vulnerable. Lo he hecho Adam, pero no de la persona correcta.
—Creo que nadie se enamorará de mí.
—¿Por qué dices eso?
—Porque yo no lo haría…
—La esquizofrenia no es un impedimento para amar.
—Pero sí para confiar, no confío en mí, a veces me desconozco.
—Ahí es donde entra el amor, creo que esos días en donde nos perdemos a nosotros mismos, necesitamos a alguien que nos regrese a nuestro camino.
Ahí lo entendí.
—Te estaba esperando. —dijo mientras bajaba su arma.
—Tengo miedo, ¿verdad?
—Tienes miedo a estar solo, vivir solo, y morir solo. Crees que por tu condición nadie te amará y por eso yo estoy aquí, para demostrarte que te equivocas, si no lo entiendes, no tengo más remedio que asesinarte. Porque yo soy tú, y tú mismo te estás dañando.
—¿Qué pasa si yo te mato?
—Sabes la respuesta…
—Ya no quiero tener miedo.
—Hazlo Adam.
Disparé.
El fortuito descubrimiento de un niño curioso
Recuerdo con especial nostalgia los días en que era niño, la vida era más colorida por entonces, cuando me dejaba dominar por los sentimientos, previo a aprender a ser un adulto hecho y derecho, sensato y fiel a la razón. Por aquellos tiempos la curiosidad era mi motor, algo normal cuando uno descubre la inmensidad del mundo y la ignorancia monumental que uno posee. Lamentablemente mis padres habían olvidado sus etapas de juventud y me prohibían cualquier incursión en la investigación, aunque dichas negativas no corrían con mucho éxito y mi madre solía enfadarse excesivamente por ello. En esta línea recuerdo las firmes palabras de mi padre siempre que íbamos a visitar al abuelo Cristóbal, quien vivía en compañía de su hijo menor, Ander, hermano de papá. "No te acerques a Ander", acostumbraba decir, y ante mi infructuosa búsqueda de una razón para semejante prohibición respondía lacónicamente que tenía "problemas" dando por concluida la exposición de argumentos.
Fue así como por un tiempo permanecí alejado de mi tío, observando con gran curiosidad su extraña conducta y manteniendo prudentes metros de distancia para evitar el rezongo de mis progenitores. Él solía hablar solo y caminar mucho, siempre parecía perturbado por la velocidad con que su cerebro funcionaba. A pesar de estar acostumbrado a nuestras visitas nunca interactuaba con nosotros, permaneciendo distante e inmerso en nerviosos recorridos por las habitaciones de su hogar.
Un día, dominado por completo por la curiosidad decidí preguntarle a Ander que clase de "problemas" lo atormentaban y cuál era la causa de su constante peregrinación por la casa. Entonces, aprovechando el momento en que mi tío mostraba a mis padres su nuevo coche, me dispuse a acercarme y dar comienzo a mi cuestionario. Pero Ander se asustó al ver que me aproximaba y entre gritos y gemidos me empujo sobre un sillón saliendo disparado hacia su alcoba. Afortunadamente no me lastimó, y con más suerte aun nadie presenció u oyó la escena.
Lo sucedido no hizo más que incrementar mi interés por descubrir que sucedía con mi tío, después de todo era mi responsabilidad moral ofrecerle ayuda, debía encontrar la forma de apoyarlo.
Pero nuestra próxima interacción no fue iniciativa mía, pues en la siguiente oportunidad en que nos encontramos solos en la sala, él se acercó cautelosamente y me regaló un fuerte abrazo. Decidí no arruinar el momento con preguntas acerca de sus "problemas" y disfrutar del cariño de quien me sujetaba. No soltó palabra alguna ese día, pero con su abrazo me transmitió una infinidad de pensamientos y emociones.
Con el tiempo las restricciones de mis padres quedaron en el olvido y visité siempre que pude a mi tío, con quien tuve las conversaciones más raras y entretenidas de mi vida. Muchas veces no lograba entenderlo, pero puedo decir con autoridad que nadie me trataba tan bien como Ander, sin lugar a duda nunca conocí a alguien que lograra superar su capacidad de amar. Él fue mi mayor descubrimiento y una gran fuente de aprendizaje.
La consulta
— ¿Cuántas piedras has recogido? —le preguntó el psicólogo a su paciente—.
Mira, yo también tengo mi propia bolsa. Puedes compartir conmigo la tuya.
Mientras el especialista mostraba su mochila de tela a fin de ofrecerle confianza, Pau abrazaba la suya y le miraba con recelo: la primera sesión siempre es la más complicada. A diferencia de la del profesional, el saco de su cliente parecía mucho más pesado aun cuando era mucho más joven.
Lentamente, la mano adolescente extrajo de la bolsa una piedra. "Los psicólogo son para locos" estaba escrito en ella. Pero la expresión del adulto no cambió: seguía invitándole con la misma paciencia a mostrar más de sí. Con esto presente y pausadamente, fue enseñando una a una sus pesadas pertenencias: "llorar es de débiles, sonríe más", "eso lo hace cualquiera", "no es para tanto, hay cosas peores", "la vida dura dos días como para que te andes preocupando", "eres un desastre", "eso no vale para nada, mejor estudia algo que tenga futuro"... Y ahí tenía la razón por la que a veces no podía moverse de la cama: aquella inseparable mochila de tela le hacía de ancla a Pau.
Una hora después, al llegar a casa tras aquella confesión y con la bolsa algo más liviana, se mira al espejo. Te ves.
El regreso
Carlos había dejado de hablar. Sólo tenía seis años, pero ya llevaba casi dos mudo, en su mundo. Le aparecía el mal humor de vez en cuando, algún arrebato de violencia cuando pretendía que hiciera algo. Mientras tanto, parecía un niño normal, aunque eso sí, sin articular palabra.
María, me dijo el doctor Riquelme, tu hijo tiene buena salud física. No le hemos encontrado nada en las pruebas realizadas. El escaner no revela ningún signo de haber padecido lesión cerebral. Debemos de pensar en algún trauma psicológico, algo que haya sacado a flote el mecanismo de defensa de Diego. Prefiere quedarse en su mundo de silencio para no ser parte del mundo real. Dime, ¿qué pasó hace un par de años?.
María se quedó pensando, hace un par de años... Antonio no aguantaba la situación. Tenía un hijo que había nacido con una anomalía física. Tenía los brazos más cortos, aunque eso no era problema para que se desenvolviera de manera normal. Antonio le gritaba mucho, demasiado, y a mí también. Llegaba incluso a insultarle, ¡monstruito!, le decía. Teníamos grandes broncas por este motivo.
¡Yo tengo veintisiete años y me queda una vida entera por delante!, ¡no tengo porque cargar con un inválido toda mi vida!, decía.
Un día Diego, mientras nosotros estábamos gritando, se puso a temblar, con convulsiones, a gritar él también. Me asusté mucho. Antonio se fue dando un portazo. Cuando Diego se calmó ya no dijo ni una sola palabra.
Antonio volvió un par de días después, pidiendo perdón. Se disculpó diciendo que él esperaba tener un hijo ¡normal!, pero que desde que nació Diego, lo estaba pasando muy mal.
¡Que lo estaba pasando muy mal!, decía. ¡Será mal nacido.!.
Después de tres días en casa, viendo que la relación de Antonio con Diego iba a peor, que no asumía que ahora no hablase, le enfurecía más. ¿Qué, ahora el niñito está mudo?, además de lisiado se ha vuelto tonto.
Ya no aguanté más. ¡Antonio, vete!. No quiero verte más. Déjanos vivir en paz, le dije, la salud mental de tu hijo y la mía necesitan descanso.
Ayer fue el cumpleaños de Diego, cumplió ocho y todavía no había dicho palabra alguna, o eso era lo que yo creía.
La madre de Delia, una vecina del barrio con la que nos vemos en el parque me dijo que su hija le contó que ayer, en la fiesta de cumpleaños que hicimos, cuando le dio un beso a Diego para felicitarle, mi hijo se le quedó mirando y le dijo muy flojito, ¿me puedes dar otro beso?. Delia se lo dio y, me dijo, él le sonrió.
Después estuvieron jugando un rato en el jardín, corriendo y, aunque él no gritaba ni decía nada, cuando descansaban sentados juntos, si que hablaban los dos.
La magia de una niña, con un beso sincero, ha traído la tranquilidad al corazón de mi hijo.
Un día habitual
Subí en el metro y ya empecé a notar que me ahogaba. Me faltaba el aire. El corazón estaba a punto de dispararse.
Me recordé que se trataba de un ataque de ansiedad, por desgracia no era la primera vez que me pasaba. Empecé a tratar de respirar contando la respiración, inspirar (uno, dos, tres, cuatro), aguantar (uno, dos, tres, cuatro), expirar (uno, dos, tres, cuatro), aguantar, y repetir.
Llegué a mi parada y empezaba a estar un poco mejor, aunque aún tenía las manos sudadas y estaba cansada y sólo acababa de comenzar el día.
Llegué a la oficina repitiendo que todo iría bien.
Pero sólo al entrar ya me preguntó mi jefa si había enviado un correo electrónico que era urgente el día anterior, y se me había olvidado completamente haciendo otras cosas. Me dijo que no pasaba nada pero que lo enviase ya. Me repetí que no pasaba nada que un despiste lo podía tener cualquiera pero ya se me había metido la duda en el cuerpo.
Y así pasó todo el día de un sufrimiento al siguiente.
Por la tarde tenía hora con mi psicóloga, no sabía qué decirle ya que volvía a dormir mal y cada vez tenía más síntomas de ansiedad, pero no quería volver a coger la baja, estaba harta de ser la pobre chica que tiene ansiedad pero me sentía atrapada y no sabía cómo hacerlo y estaba segura que también me criticaría por lo mal que lo había vuelto a hacer un día más.
Sin embargo, cuando llegué a la consulta y le conté mi día me felicitó ya que había identificado el momento exacto en el que la ansiedad me había empezado tanto en el metro y como lo había controlado como en el trabajo al empezar a preocuparme. Me recordó que la ansiedad es miedo al futuro y preocupación excesiva, pero que tenía que recordar que ahora estaba bien, que a pesar de mi miedo a que me echasen del trabajo ahora tenía trabajo y estaba bien.
Salí de la consulta sintiéndome mucho mejor.
Realmente tenía razón toda mi vida había vivido sufriendo por el futuro y criticándome demasiado a mí misma, siendo demasiado exigente conmigo. Pero está bien. Vivimos en una sociedad muy exigente y muy crítica con todo y hay gente que aguanta más, gente que disimula mejor y gente como yo que lo expresamos y lo controlamos menos. Pero todos nos sentimos inseguros, todos nos equivocamos, todos tenemos miedo y a nadie le gusta que lo critiquen aunque a todos nos guste criticar. Pero también somos fuertes y nos levantamos. Y lo que es mejor aún, siempre encontramos ayuda en el camino, ya sea de un amigo como de un profesional de la salud mental, como de un vecino o incluso un desconocido. Siempre podemos encontrar ayuda porque en mayor o menor grado todos pasamos por lo mismo.
El auténtico héroe eres tú FINALISTA DEL CONCURSO EN SU EDICIÓN DE 2020
Si vas a terminar el periodo de confinamiento sin haber hecho: ejercicio, leído un libro o aprendido inglés; si eres uno de los pocos que has resistido a la fiebre de la harina y la levadura, no has inundado tus redes sociales con fotos e historias de bizcochos o tartas, ni te has entregado en un frenesí gastronómico realfooder; si no tienes ni idea de lo que es un Tik Tok, no has participado en ningún challenge o puesto una cita intensa en tus perfiles, al más puro estilo Jorge Bucay; si la agenda de aplausos y caceroladas diarias te abruma, angustia y sobrepasa; si preferirías perforarte los tímpanos con un alambre antes que volver a escuchar el "Resistiré"; o si sopesas seriamente fingir tu muerte antes de aceptar otra videollamada… ¡Enhorabuena! Eres un auténtico héroe.
¡Vale!, probablemente salgas de esta cuarentena con un par de kilos más, porque te has hartado de ultraprocesados. El pijama ha sido tu segunda piel. Has deformado el sofá, dejando fijada tu silueta en él, a fuerza de horas dedicadas a ver series que te desconectasen de la realidad circundante. Seguramente, tu salud mental se haya mimetizado con las fluctuaciones de la bolsa, con una clara tendencia a la baja según avanza el tiempo, con momentos de aburrimiento, apatía, incluso hartazgo, sazonados de unos cuantos reproches y un maravilloso sentimiento de culpa por no estar aprovechando el tiempo. Aun así, eres todo un superviviente porque has llegado hasta aquí a pelo, y no dejes que nadie infravalore el mérito que ha tenido. No solo no te has dejado arrastrar por la norma social imperante, por esa hiperactividad autoexigida que muchos entienden como lo "correcto", el modelo deseable a seguir, la felicidad estándar donde todos debemos reflejarnos y aspirar a encajar; sino que, además, has resistido, y sobrevivido , de la forma más dura posible: contigo mismo las 24/7, sin distracciones ni periodos de tregua.
Déjame decirte amigo mío, que has logrado una de las mayores proezas en estos tiempos. Sales de este confinamiento haciendo un triple mortal carpado. No voy a decir que sin despeinarte, porque sin duda convivir con uno mismo sin escapatoria, deja huella… en este caso una resiliencia positiva.
Al final, si te paras a pensarlo, has llegado a la meta igual que el resto, pero por el camino más difícil: el de autosoportarse. Sin emplear los atajos fáciles que usan los demás, sin ocuparte hasta la extenuación para no tener que verte ni pensarte. Te has tenido que autoconocer y aceptarte con humildad, sin pretensión alguna,siendo consciente de lo que hay, de los recursos que posees y las habilidades que tienes para gestionarlos. Por tanto, estar 40 días peregrinando de la cama al sofá, del sofá a la cocina, y viceversa, es una formula tan válida y meritoria de afrontar la situación como cualquier otra. Y por todo ello tienes muchos motivos para sentirte orgulloso y celebrar, porque has podido .
Un extraño despertar
Nunca pensé que esto podría ocurrir… no me puedo mover. Estoy atrapada. Físicamente atrapada, o sea quiero moverme y no puedo. Llevo un buen rato intentando razonar; ¿qué ha pasado? ¿Qué es lo último que he hecho? Última vez que me echo la siesta.
Intento mover un pie despacito, pero nada. Más bruscamente, tampoco. Bueno, vamos más poco a poco, intento mover un dedo, el pequeño de la mano… inútil. Es superior a mí. Vamos a ver… intento hablar, no sale nada. Es imposible, ¿qué me está pasando? Esto es muy raro... ¿qué me está pasando? Intento gritar y no puedo, intento moverme y no puedo, no puedo, no puedo, no puedo ¡Que pare esto ya!
A ver, tranquilízate, lo peor que puedes hacer es entrar en pánico. Respira, venga, concéntrate en respirar. ¿Ves? Ya está, vamos a relativizar, sea lo que sea, seguro que es pasajero. Obsesionarse es lo peor que podemos hacer. ¿Por qué estoy pensando en plural? Igual estás loca ¡Qué graciosa eres! ¡Qué pena que nadie te esté escuchando porque no puedes hablar! ¿Me estaré volviendo loca de verdad? Venga, intenta reírte que te relaja. Tampoco puedo. Bueno, piensa en cosas alegres… ¿Me habré quedado tetrapléjica? ¿Cuánto podrá vivir una persona sin comer?... Joder ¿y sin beber? Oye, eso no es alegre… Me estoy empezando a poner nerviosa… ¿Qué coño hago? A ver, para, para, no entres en pánico. Vamos a tranquilizarnos. Respira hondo. Seguro que es algo pasajero y cuando pase llamamos a alguien: a un psicólogo, un psiquiatra, un neurólogo... Bueno, mejor hablamos con el médico de cabecera y él sabrá. Nos va a mirar raro. Yo creo que siempre ha dudado de tu salud mental. Oye que igual esto es normal y le pasa a todo el mundo… Ya, muy normal no parece… (Suena el móvil) ¡Me llaman! Joder me llaman y no lo puedo coger… ¿Quién será? (Deja de sonar). Mira guapa, estás sola en esto, así que o te tranquilizas o nadie va a venir a sacarte de la cama.
Pase lo que pase, tú no entres en pánico, tu tranquilita, que seguro que hay una explicación lógica a todo esto. ¿Y si no acaba nunca? Calla. Eso es imposible. ¿Me habré muerto? Por favor, piensa en cosas alegres. Lo de vivir sola no ha sido buena idea…Deja de pensar eso. Joder, me he muerto. ¿Esto es morirse? ¡Pensamientos positivos por favor! ¿Así toda la eternidad? ¿Puedes parar? Vive el momento, no luches contra lo que te pasa que es peor. Vamos a fluir, estamos bien, esto va a pasar, estamos fluyendo, estamos bien, esto va a pasar. ¡Que no pasa! ¡Que me he muerto!
(De repente se incorpora y abre los ojos)
¿Qué?
El campesino y su novia
Esta mañana, me he acercado a casa de mis suegros, hacía tiempo que no lo visitaba y he visto al anfitrión muy desmejorado, cada vez me recuerda más a mi abuela. He charlado con él un buen rato. Tiene lagunas. A veces sabe quién soy y me pregunta por mi familia. A los pocos minutos sonríe y su mente se va diluyendo como un azucarillo en el café. Divaga sobre su niñez o pronuncia soliloquios ininteligibles. Mientras esto ocurre me transporto dos décadas atrás cuando mi abuela comenzó a sufrir esta cruel enfermedad. Entonces apenas se conocía, no sabíamos el alcance que podía a llegar a tener, o no queríamos enterarnos. Recuerdo que nos reíamos cuando quería comprar una pastilla de Okal en el quiosco de la esquina, como antaño hacía, con algunas monedas sueltas. Nos resultaba divertido y, sobre todo, intrigante buscar las mitades de los billetes de quinientas y de mil pesetas que ella rompía no sabíamos por qué oscuro motivo. Cuando nos dijeron que sufría Alzheimer encajamos las piezas de ese amargo rompecabezas.
Y, de pronto, mi suegro me llama por mi nombre y me pregunta en qué estoy pensando. Y me dice que estoy muy guapa. Que siempre lo estoy. Y me cuenta la anécdota del campesino que iba a visitar a su novia por la mañana, recién levantada. A mi suegro siempre le han encantado las historias, los refranes, los proverbios, los dichos, pero hacía tiempo que no hablaba de ellos, así que me sorprendió mucho que se acordara de esta. El labrador, antes del atardecer, iba a ver su campo de trigo. Allí permanecía un buen rato. Tenía una preocupación que contó a su amigo más íntimo. Le dijo que sentía que le gustaba más su trozo de tierra que su novia, el trigo que su mujer. El amigo, sabiamente le contestó que invirtiera el orden de las visitas, que se pasara al amanecer por la plantación de cereales y por la tarde a la casa de su prometida, cuando ésta estuviera preparada para recibirle. Esta historia me la cuenta para piropearme porque me dice que su hijo podía ir a verme a cualquier hora del día porque siempre estaba igual de guapa. Y ahora soy yo la que sonrío y me levanto y lo abrazo sabiendo que este gesto lo estoy haciendo por triplicado: por él, por mi abuela y sobre todo por mí, porque te agarras con fuerza al cariño que te transmiten, aunque a veces no sepan con quién hablan. Mi suegro aún conserva momentos lúcidos. Yo los agradezco.
Pensaba que esta mañana iba a hacer una buena obra al visitar al enfermo y, sin embargo, ha sido él quien la ha hecho conmigo, me ha animado el día. Le cuento la historia a mi marido mientras cenamos. Me ha dicho que no lo ve desde hace dos días y que ese relato se lo contaba cuando empezó a salir conmigo. Se le han llenado los ojos de lágrimas.
Carta de presentación
Hola soy Mayra, soy anoréxica, tengo diecisiete años y me siento mal, fea, y gorda.
Así, de esta forma, se presenta esta adolescente que, por fin, un día, llegó a comprender lo que le sucedía.
Me siento rechazada por mis amigos, por mi aspecto, y hago todo lo que puedo para adelgazar; algunos días no como prácticamente nada, pero no siento hambre. A veces, me da terror la comida . Mis padres sufren cuando me ven así, pero yo no puedo evitarlo.
Mi mente me dice que no coma, o que coma muy poco, porque engordo, y, aunque, veo que la ropa me queda grande, sin embargo, me miro al espejo y me sigo viendo gorda y fea, entonces me deprimo y lloro; me doy cuenta de que, todo esto, está afectando a mi salud mental.
Mi amiga Rocío me dice que estoy hecha un fideo, pero yo no la creo, pienso que lo dice para contentarme.
Dice mi hermano mayor que lo mío es una cosa de la cabeza, que me imagino lo que no es y me fabrico mi propia película, que necesito que alguien experto me ayude, un profesional de salud mental, porque, insiste, en que estoy enferma. A mí no me gusta escucharle.
Hay días que engaño a mi madre, para hacerle creer que he comido, pero no, la mayor parte de lo que hay en el plato no lo como y me arreglo para que no se entere, aunque creo que ella sospecha algo, aunque no me suele decir nada para que no me altere.
Ayer me daba asco la comida, sólo con verla es que me entraban ganas de vomitar, tenía como náuseas, pero comí un poco y no vomité. Mi madre se puso tan contenta, pero yo sigo en mis trece, me sigo viendo gorda y horrorosa.
Mi talla es la treinta y ocho, pero me gustaría tener la treinta y seis, como muchas modelos.
Hoy me encuentro como agotada, estoy algo mareada, débil, cansada; digo yo que si estaré incubando la gripe, no puedo casi abrir los ojos; la verdad es que no tengo fuerza para andar y los brazos me pesan como si fueran de hierro, quiero dormir y que nadie me moleste. Me encuentro como si estuviera en una nube,…,creo que me voy a desfallecer…
Me he despertado y no estoy en casa, que raro me parece todo, me doy cuenta de que estoy en el hospital y alguien me dice que tengo puesta una goma en la nariz que baja por la garganta y llega al estómago; noto molestias…, creo que es para alimentarme, entonces es que estoy enferma, qué miedo, ¿puede que me muera?. Todos me tratan muy bien.
En los despachos vacíos de mi corazón
Estimada Celia:
Cuando reciba esta carta ya no estaré aquí, los rumores eran ciertos y el Director de Recursos Humanos, apoyándose en índices, cifras y tablas, ha suprimido a los elementos superfluos de la plantilla. Así es como me ha llamado, superfluo, o sedimentario, no lo recuerdo muy bien, pero ha logrado que me identificase, de un modo sutil, con algo residual.
Siendo honestos, no me ha sorprendido, son cosas que suceden: cuando vienen mal dadas, son los tipos como yo los primeros en caer. Un cincuentón con enfermedad mental, al lado de esos jóvenes de marketing, parecía una muela picada. Aunque, no sé qué opinará, a mí esos chicos brillantes siempre me parecieron algo banales y, si me apura, hasta codiciosos. Y no lo digo porque inviertan en bolsa, o hablen constantemente de firmas de lujo, sino porque, cuando finaliza el día, pegados a sus móviles, tienen la misma sonrisa desdeñosa que exhiben por la mañana.
Lo que quiero decir, y perdone este preámbulo, es que lo excepcional, lo que no encajaba, era su actitud: siempre con una sonrisa deliciosa en los labios, mostrándose paciente y afable, sin escrutarme como a un marciano. No se alarme, no pretendo importunarla, ni darle la impresión de que soy un pelma: sólo quiero expresarle lo que siento y lo que, para qué fingir, nunca me atreví a decirle a los ojos.
Así que no tema que la vaya a fatigar con flores, o lágrimas y, mucho menos, con versos seniles. Lo único que quiero dejarle es esta carta ruinosa y confesarle que, suceda lo que suceda, aunque me envuelva la penumbra, aunque el mundo sucumba y se desmorone sobre mí, la seguiré adorando ciegamente. Y que mientras conserve un soplo de aliento –en mis polvorientos bronquios de fumador-, la seguiré añorando siempre, hasta que la enfermedad acabe, de un plumazo, con mi superflua existencia.
Pero hasta que llegue ese momento, hasta que se agote mi último suspiro, déjeme decirle, Celia, que la echará mucho de menos y también describirle cómo la evocará mi memoria feliz: taconeando suave, muy suavemente, en los despachos vacíos de mi corazón.
Vosotros más que yo
Aunque casi nadie lo supiera, Vicente se había escapado del manicomio. Su loco deambular llegó hasta el emperifollado local del certamen. Vicente entró por azar; era el único asistente desinteresado.
El fugado quedó camuflado entre un público ávido de vinos y canapés gratuitos. Comían y bebían todos sin cesar, también él, el desconocido del todos llegarían a conocer después su perturbación en busca y captura. Al principio nadie reparó en su presencia. Después, un rumor creciente lo advirtió. Sin afeitar ni demasiado contacto con el agua por preferir de siempre el vino, vistiendo una vieja chaqueta de punto sobre una especie de pijama; por entero fuera de lugar en la gala. También llamaba la atención al atiborrarse de canapés y de vino, aunque nadie se atrevía a llamarle la atención a él; un sujeto de esa catadura amedrentaba a un público tan engolado como aquel. Nadie lo había visto nunca y ahora todos lo miraban de reojo. La gente cuchicheaba y se apartaba sin embozo. Los camareros también; no tenían el olfato de los catavinos, pero rehuían ciertos efluvios. Mientras esperaban instrucciones, optaron por tirar por la calle de en medio, dejando bien provista de vino y canapés la solitaria mesa del extraño. Al fondo, sobre el estrado, los catadores saboreaban ya el pronto exhibicionismo de sus sentidos.
Doña Matilde de Olivenza, viuda de Don Nicanor Olivenza, aristócrata y prohombre local, destilaba gran nerviosismo. Veía peligrar el evento instituido años ha por su difunto marido y lo último que querría sería una ceremonia perturbada; sería tanto como perturbar el eterno descanso de su Nicanor, tan amante en vida del vino y del decoro. Asustadiza, Dª Matilde no le quitaba ojo al intruso, quien a su vez miraba con ojos desorbitados, fijos, desconcertantes. Seguían los cuchicheos a su alrededor. Se había colado sin invitación, sin identidad y sin higiene. La mujer era también bastante fantasiosa y llegó a maliciarse algún sabotaje envidioso para ridiculizar y desprestigiar la cata, manchando a título póstumo la imagen impoluta de su marido. Discreto, el sumiller se acercó para sugerirle el aviso a la Policía, la identificación y desalojo del anónimo personaje. Pero la buena señora prefirió acogerse al protocolo y aguardar acontecimientos. Por el momento, el advenedizo de mirada alunada no se movía ni hablaba; parecía darse por satisfecho con el vino y los canapés.
Lejos del oloroso objeto de murmuraciones, los catavinos desplegaban su ritual, inclinando la copa el ángulo justo para apreciar las tonalidades del caldo, respirar su aroma, removerlo con precisión antes de probarlo y desglosar su pedigrí.
No fue hasta el momento de verlos desechar el vino en las escupideras cuando Vicente abrió la boca para otra cosa que no fuera ingerir.
–Si para valorar este vino tenéis que estudiar, es que no sois muy listos. Y si encima lo escupís, es que estáis más locos que yo.
En la sala se congeló el silencio. Luego el sumiller marcó el número de la policía. Los cuerdos hubieran preferido no oír nada.
Mis ganas de vivir te las de a ti
Ya es muy tarde y todavía ese joven de 18 años esta tumbado en la cama no se ha levantado ni a comer: piensa su madre en qué momento su hijo paso de ser alegre y lleno de sueños a alguien totalmente inmotivado sin ninguna razón aparente; le preocupaba su salud mental, todos sus familiares estaban desconcertados con su comportamiento .
Ella ha buscado ayuda especializada y no ha obtenido resultados, pues él se niega hablar solo le prescriben píldoras que como dice el solo lo hacen dormir. Un día hablando con una amiga esta le dice que conoce a una psicóloga joven pero que se interesa mucho por sus pacientes, de inmediato pide una cita con ella y le cuenta todo a la psicóloga y va a su casa y le pide conversar con él pero en otro lugar para apartarlo un poco de la cotidianidad que lo rodea quizás en el parque de la esquina él se queda pensando y no dice nada, pero ella no da tiempo a que salga de su boca el no rotundo que esta por explotar y lo agarra del brazo y le dice vamos .
Estando allí, ella comienza hablar con una gran empatía, el entra en confianza y habla pero había un detalle que ella no conocía que tartamudeaba un poco; él le dice que se sentía mal porque no era capaz ni de enamorar a una muchacha por miedo a que no le salieran bien las palabras y que se rieran de él que ya no tenía ganas de vivir que no veía ningún motivo para hacerlo ella lo miraba mientras pensaba que el había entrado en un cuadro depresivo provocado por el deseo de hacer algo y la frustración de no tener el valor de hacerlo lo llevo a este cambio en su estado de ánimo. Cuando él se desahogo totalmente ella le dijo escucha: A veces comienza el día y no tenemos un propósito de vida, pero que mas incentivo que el de tener a una familia, podemos dejar de trabajar o dejar de estudiar por designios de la vida pero la familia no nos deja, desde ese abuelo o abuela que son nuestros consejeros espirituales hasta el mascota de la casa siempre nos quieren levantar el autoestima, de esa tía que conversa contigo como amiga o de tus primos que con ocurrencias te alegran el día ,y los padres que aman sin medida; una familia reunida riendo de las vivencias de cada quien, piensa que algunos disfrutamos de ese tesoro, mas hay quienes no tienen el apoyo de su familia. El muchacho lloro desconsoladamente como si hubiese esperado todo ese tiempo que estuvo tan triste por esas palabras tan esperanzadoras .Y al final con mucho empeño de su parte y ayuda de la psicóloga volvió a ver la vida desde otra perspectiva con el convencimiento de que la que lo quisiera a él lo iba aceptar como es.
La salud mental de papá
Al regresar a casa, encontramos a papá sentado en el piso del baño, había sacado el excremento de la tasa y embarraba las paredes con las manos llenas de caca, cuando lo vi, le grité para que parara de hacerlo, me dio mucho asco, le gritaba con todas mis fuerzas, diciéndole que no fuera puerco, ni atascado, sucio, cochino, lo jalonee, sacudiéndolo de la ropa, yo no paraba de gritarle e insultarlo; después de pegarle y aventarle agua fría para bañarlo y limpiarlo, volvió su rostro, me vio con esos ojos azul plumbago, de los cuales escurrían las lágrimas, y me preguntó con una voz llorosa y lastimera que por qué no le daba de comer, en lugar de bañarlo y pegarle. No pude aguantarme, lo abracé y me puse a llorar junto con él. No sé cuánto tiempo lloré abrazada de papá, lloraba y sollozaba como un niño y me pedía que no le pegara y que mejor le diera de comer.
¿Recuerdas a papá? Alto, fornido, bien formado, con esos ojos azules y pícaros que no paraban de moverse, siempre reluciendo de limpio, extremadamente bien vestido, imponente, sabíamos cuando entraba a la casa, esparcía su fragancia cara y refinada, con un bigote que cuidaba con gran esmero y además sabia lucirlo, con su voz de tenor bien modulada, en fin, todo un galán, ahora es solo un guiñapo
Hoy le he pedido a Dios que se muera, para que deje de sufrir, que nos deje descansar, que termine de pagar sus pecados en la otra vida o donde sea, pero que nos deje vivir tranquilos, ya no puedo hacer nada por papá, ya no quiero ser una esclava dedicada a un hombre muerto en vida, sin esperanza alguna, estoy cansada de términos médicos como afasia, agnosia, aprasia, déficits cognoscitivos, infección crónica del sistema nervioso central, deficiencias nutricionales, factores tóxicos/metabólico, demencia, declinación funcional, delirio, diagnóstico diferencial, demencia vascular, demencia prodomal, pruebas neuropsicológicas para evaluar el deterioro de la memoria, etc. No quiero volver a oír hablar de medicamentos como el nootropil ni de ningún otro. Mi papá está muerto en vida, muerto, totalmente muerto, no puedo hacer más que enterrarlo hoy mismo. He deseado que se acabe el mundo, que deje de lastimar a la familia.
Recuerdo como se inició la enfermedad del Alzheimer, cuando papá olvidaba los eventos cotidianos, se le olvidaba parte de su vida, cuando hacía los cheques no podía llevar a cabo las restas más sencillas, su capacidad para salir se le comenzó a dificultar, se desesperaba cuando no podía recordar las palabras o las situaciones, negaba que estuviera enfermo, y comenzó a platicar de su muerte, diciéndonos que él no iba a ser una carga para la familia, que nunca dependería de ninguno de nosotros que estaba buscando la forma rápida, sencilla y sin dolor de suicidarse, comenzó a buscar información y encontró su cianuro de potasio lo ingirió enfrentando su muerte. Nos libró de él, pero no de su recuerdo.
Miedo al miedo
"Está loca". Eso es lo que siempre le habían dicho al joven Pablo acerca de la señora García, una mujer menuda de ojos azules. Hace tiempo que circulaban historias sobre ella. Cada vez que Pablo y su familia se la encontraban, sus padres le susurraban que era mejor mantenerse alejados.
Lo más chocante de la Loca era su perenne amabilidad. Siempre daba los buenos días, y dejaba generosas propinas en la cafetería donde desayunaba todos los días. En respuesta solo recibía evasivas y silencio. En dichas ocasiones, un destello triste cruzaba sus ojos.
Cuando un virus cambió el mundo y empezó un repentino confinamiento digno de ciencia ficción, la delegación de Cruz Roja del distrito organizó a sus voluntarios. A Pablo le encomendaron repartir tupper de comida en diferentes direcciones, incluida la de María García, la Loca.
Cuando le abrió la puerta con una cálida sonrisa y le invitó a pasar, Pablo la siguió hasta la cocina, rehuyendo su mirada azul. Contestaba en automático, sin prestar mucha atención a sus comentarios acerca de lo agradecida que estaba y de las dificultades económicas que tenía porque no querían contratarla. ¿Quién querría contratar a una loca?, pensó el chico. De repente, un nombre en la conversación le obligó a levantar la mirada.
- Eres Pablo, ¿verdad? -repitió ella.- No te acordarás, pero yo te cuidaba cuando eras bebé. En esa época tus padres y yo quedábamos mucho.
- ¿Eran… amigos? ¿Qué pasó?
La cara de la Loca se ensombreció.
- ¿Sabes que hay personas que tienen problemas de estómago y les impiden llevar una vida normal? Pues mi problema era de pensamiento. Empecé a tener crisis de miedo en situaciones injustificadas y sin previo aviso. El corazón se me aceleraba tanto que parecía que se me iba a parar. Al final por miedo a que me repitieran las crisis no salía de casa. Tenía miedo al miedo. Si hubiera sabido antes que se podía controlar, quizá aún conservaría mi trabajo. Tardé en ir al psiquiatra porque no quería que me colgaran el cartel de "loca" de por vida, pero mereció la pena. Aún así, la gente sigue teniéndome miedo. Solo porque no se han molestado en comprenderme. No saben que las enfermedades de los pensamientos duelen.
- ¿Duelen?
- Sí, a veces causan un sufrimiento tan intenso que el dolor físico en comparación es un alivio. Y, lo peor de todo, es que las personas en general, en vez de ayudarte, te dan la espalda e incluso te tratan con desprecio, justo cuando más les necesitas. No son conscientes de que estas enfermedades están creciendo y muy probablemente las vivirán de cerca. Cuando llegue ese momento, se arrepentirán, pero ya será tarde.
Pablo no hubiera consentido nunca un comportamiento racista u homófobo, pero, sin darse cuenta, había participado de una discriminación muy importante. Parpadeó. Sentía como si estuviera viéndola por primera vez. Hasta ahora había sido siempre "la Loca", y ahora simplemente la veía como María García, su vecina del quinto.
La espera
La calle estaba desierta y mal iluminada; los débiles faroles luchaban contra la rigurosa penumbra que dominaba ese frío ambiente nocturno; la luna brillaba, apenas, tratando de salir victoriosa ante las silenciosas nubes que intentaban anularla y el viento, testigo susurrante de sus embates, no podía más que acompañarla desde la solidaria distancia; era una noche como muchas otras, dominada por una oscuridad opaca e inclemente. Desde una ventana del edificio y sentada en un sofá de añejo tapiz, Lucrecia, con los ojos ya cansados, miraba tratando de divisar la figura inconfundible del amor de su vida, del hombre que la cautivó desde el primer día; por él tomó la decisión de terminar los diez años de convivencia con Darío, lo que fue muy bueno porque la relación se había deteriorado como nunca lo hubiera imaginado; ahora, sólo podía agradecer al destino por conocer a quien le dio nuevas ganas de vivir y enamorarse. Habían cumplido recién dos años de vida bajo el mismo techo y confiaba en que la armonía sería duradera; al comienzo tuvieron dos o tres desacuerdos pero la positiva disposición de ambos permitió superar ese impasse; como experiencia fue muy útil porque decidieron asumir la realidad y acomodarse a ella persiguiendo un beneficio mutuo.
Arnaldo acostumbraba a llegar cerca de la medianoche al hogar pues su jornada laboral, desde hacía varios meses, se había extendido por necesidad de la empresa; no estuvo de acuerdo con esta exigencia porque intuía que, más temprano que tarde, pondría en peligro su relación con Lucrecia pero necesitaba el empleo y oponerse a la extensión de la jornada tendría ingratas consecuencias; ya conocía el caso de dos empleados que la empresa despidió por no acatar las nuevas disposiciones. Estaba seguro que él correría la misma suerte si se negaba a trabajar algunas horas más y eso, definitivamente, produciría graves secuelas en su relación.
El reloj mural ya indicaba las dos de la madrugada. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? No lo sabía ni le interesaba saberlo. Estaba haciendo lo que su corazón le ordenaba y eso era más que suficiente; no le quedaba más que resignarse a su destino y confiar en que algún día vería llegar a Arnaldo antes que sonaran las doce campanadas. Su mente, trabada por las cadenas invisibles de una profunda depresión, se negaba a reconocer que el hombre que la había conquistado, y le había jurado amor eterno, ya no regresaría; sin embargo, seguía escudriñando, con más voluntad que certeza, la impenetrable oscuridad; jamás podría aceptar el cruel abandono de quien significaba todo, y mucho más, para ella.
Repentinamente, el giro de la cerradura de la puerta irrumpió como un suave murmullo en sus oídos; cerró los ojos al escuchar unos leves pasos; volteó la cabeza y trató de gritar. No pudo emitir sonido alguno.
Partida interestelar
- Quiero re truco - nos cantaron.
- Voy - gritó alguien.
Otro tiró un rey. Todos nos reímos.
Otro día en el neuropsiquiátrico esperando por el alta.
Le tocaba mezclar a Susana. Por un segundo se le vio la cicatriz en la muñeca. Era tan jodidamente hermosa cuando se reía, pero acostumbraba estar inexpresiva. Yo la miraba de reojo y enseguida desviaba la mirada. No quería que le den el alta. Ella tampoco quería irse. No quería volver a su casa.
Yo me quería ir desde el primer día que me llevaron. Desde antes incluso. La confusión me agobiaba. No podía distinguir los pensamientos racionales de los que no lo eran, o los que se suponía que no lo eran. ¿Quién sabe?
Odiaba las sesiones interminables de preguntas ambiguas. Quería respuestas y sólo había silencios incómodos. Odiaba no tener el control. Odiaba haberlo perdido. De pronto, ahí estaba Susana y me calmaba.
Tres cuatros: copa, basto y oro.
- No tengo nada – dije.
Miento mal. Tampoco tenía ganas de mentir.
Mis compañeros me miraron severos.
¿Qué me esperaba de ahora en más? ¿Tendría un estigma de por vida? Como aquél hombre del barrio que se sentaba solitario a fumar largas horas y me decían "No te acerques. Está loco.". Como las "locas feministas" que son calladas bajo esa palabra mágica. Como aquella señora medicada que todos evitan.
Me acordé del dicho que reza que a los locos hay que decirles siempre que sí. ¡Qué idiotez!
Me acordé de los exámenes pre-ocupacionales que había llenado en mi vida y sus casillas para las enfermedades mentales. ¿Iba a conseguir trabajo después de esto? De cualquier forma no importaba. Nada importaba. ¿Qué podía importar en ese momento?
Perdimos de nuevo. Me tocaba barajar a mí.
Mi compañero de habitación llegó con un paquete de bizcochos. Estaba contento. Casi nunca salía del cuarto más que para comer. Ya le habían dicho que a fin de mes le daban el alta. Su novia lo esperaba. Tenía una foto de ella y una carta al lado cama.
Hacía calor pero no demasiado. El cielo estaba despejado. La ciudad estaba lejos.
Repartí.
Alguien apostó un cigarrillo. Una brisa traía aromas frescos. Uno a uno tiraban sus cartas. Hablaban mientras tanto. Contaban anécdotas. Hacían bromas.
- Si el psiquiatra me viese cantando ENVIDO así, sin tantos, no me deja salir más. - conté mi chiste. Susana sonrió.
Esta ronda me toca ganar, tengo buenas cartas.
A favor del viento
El holandés memorizó la dirección en la que debía de entregar los diamantes que viajaban en el cofre de anclas del "van der Decken". Guardó el teléfono y continúo caminando. Antes de llegar al pantalán, descubrió a una anciana, vestida de negro por completo, que observaba detenidamente su barco. Cuando estuvo a su altura, le preguntó:
─¿De vacaciones?
─Trabajo aquí ─respondió ella.
─¿Tiene una náutica?
─No vendo barcos, simplemente, los imagino.
─Ya, una cuestión de fe.
─¿Fe? No me seas tontín. ¿De qué me valdría venderlos?, mis clientes, los capitanes muertos, no tienen con qué pagarlos.
─Entonces, ¿para qué los imagina?
─Es difícil de explicar, no puedo darte mis razones ni mis secretos profesionales. Lo que sí puedo decirte es que mis barcos están hechos de memoria.
─¿De memoria?
─De la memoria del muerto. Te pondré un ejemplo: si en vida, surcaste las aguas del Pacífico Sur, ¿de qué te valdría un velero blanco? No sería mejor que llevara tatuados, en su casco, todos los colores que esconden el océano y las islas maoríes en cada una de sus bodegas. El blanco viene bien para los cómplices de la luna, contrabandistas y estatuas de almirantes.
─Parece razonable.
─¿Qué te pensabas?, estoy loca pero no soy una irresponsable. A todo esto, contrabandista, porque está claro que no eres una estatua municipal ─le lanzó un guiñó─, ¿me llevarás mar adentro en tu velero?
─¿Adónde?
─Hasta el horizonte, dónde pueda besarte.
─¿Besarme?
─Amurar las comisuras de los labios por la proa, por la popa o el través. Con mar gruesa, arbolada o enorme.
Se quedó sin palabras, hubiera preferido que se tratase de un policía de paisano, al menos, habría sabido cómo reaccionar.
─Entonces ─continuó ella─, holandés, si no quieres un beso, ¿qué harás para que nunca te encuentre?
─¿Cómo sabe de dónde vengo?
─Porque no toma sus medicinas.
Era una mujer, de unos cuarenta años, vestía vaqueros y blusa blanca. Cogió a la anciana del brazo al tiempo que le comentaba:
─Tiene un problema de salud mental, taquipsiquia, una enfermedad extraña, su cerebro funciona más aprisa que el del resto de la gente, tan rápido, que viven sumidos en una eterna confusión. ¿Le ha molestado?
─Todo lo contrario, lo hemos pasado bien, hemos estado viajando en el "van der Decken". Hemos ido hasta allí.
Señaló un punto lejano, detrás de todos los barcos, en el horizonte, o quizá, un poco más lejos. La mujer asintió con una sonrisa. Tenía una boca grande y bonita y los ojos azules, como la anciana.
─¿Después de llegar allí? ─preguntó.
─Hemos regresado, tranquilamente, orzando. Incluso, nos hemos permitido el lujo de atracar a vela, como en los viejos tiempos.
Le agradeció su paciencia y se marchó con su madre del brazo. A los pocos metros la anciana se dio la media vuelta, depositó un beso sobre la palma de su mano y sopló. El holandés supo que aquel beso llegaría a su destino, lo habían lanzado a favor del viento.
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