martes, 12 de abril de 2022

Un amor más allá de la vida

Viví con Raúl tres meses y medio llenos de fortuna, de caricias dulces, de siestas arropadas, de canciones alegres y sonrisas contagiosas. Mi hijo había llegado y era un ser de luz.

Pero sin más, un día, todo aquello se convirtió en oscuridad, tristeza, dolor y rabia. Su luz se apagó para siempre. Y fue ahí cuando conocí una realidad que me abrió ventanas que antes cerradas en la sociedad que me rodeaba. Pero sobre todo, comencé a cavar túneles que dolían porque una parte de mí murió con él.

Aquel 15 de mayo, me dieron la noticia de su muerte junto a mi marido, me salí de escena para saber si aquello estaba pasando de verdad. Solo quería despertarme.

Pero la realidad, en mi caso, superó a la ficción. Mi hijo estaba en muerte cerebral.

Y, ¿ahora qué? ¿Me volvería loca?

Después de los dos días de rigor de visitas y condolencias, tocaba volver a pisar tierra firme y darse cuenta de todo lo que yo había perdido, pero sobre todo de aquello que se iba a perder Raúl. ¡Qué injusta fue la muerte contigo, pequeño!

El dolor de llegar a nuestra casa y sentir cómo el silencio ensordecedor lo envolvía todo me hizo saber que desde aquel momento ya solo me quedarían noches de llanto y angustia y días de caminar sin rumbo.

Acudí a una psicóloga y visité una asociación para que me confirmasen que todo lo que estaba sintiendo era normal. Pero, ¿qué es lo normal en un duelo? Aprendí con ellas que el duelo es algo personal, soportar un dolor de tal calibre se debe hacer como uno lo sienta y no como quieran los demás que lo hagas.

Me refugié en la escritura. Un diario dirigido a mi hijo que me hizo sentirlo cerca. Para hablarle sin sentirme una loca, para llorar con él y decirle que lo echaba de menos y que sentía no haber podido hacer más por él. Agradeciéndole haberme elegido como madre.

Y focalicé hacia dónde quería llegar: poder recordar a Raúl con una sonrisa. Ser capaz de hablar de él sin miedo y que todo el mundo lo conociese y sobre todo lo recordase. Era mi hijo y ya era hora de acabar con este duelo silenciado.

Fueron muchas preguntas sin respuesta. Con un apoyo incondicional entre mi marido y yo, respetando nuestros tiempos. Diciendo adiós a personas que se alejaron y agradeciendo siempre a las que decidieron quedarse cerca.

Y no niego que aún duele. Y mucho. Que aún lloro. Que después de cinco años, no soy capaz a decir que soy feliz, ahora, con mis otros dos hijos porque dentro de esa posible felicidad siempre hay hueco para una tristeza eterna. Que su hueco en cada momento, lugar y tiempo existe. Y que solo el tiempo me ayudó a darme cuenta que puedo querer a mi hijo más allá de la vida, que transformar el dolor en amor no era sencillo pero lo pude lograr.

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