Es lunes, mi día laboral empieza temprano. Desayuno un café fuerte. Hace un frío polar que combina con este sol que ahora asoma tenue pero que promete ser intenso en unas horas.
Entro al instituto, me recibe un silencio que se irá rompiendo en breve. Los internos desayunan, se oyen al otro lado del patio sonidos de vajilla y adivino el humito del té en las tazas. Detrás del escritorio de recepción se asoma Vilma. No sé con exactitud cuál es su patología, tampoco su edad; su cabello gris y las marcas del paso del tiempo en su rostro me hacen pensar que es ya mayor, pero igual podría tener treinta años o sesenta, el abandono produce más vejez que el paso del tiempo. Sé es que padece de fobia al contacto. Pasa los días detrás del escritorio de entrada, se siente a gusto con la chica de recepción, crearon un vínculo que desactivó el miedo de Vilma. Hace un tiempo comenzó a mirarme desde su escondite, el aula en donde doy mi clase tiene una ventana que desde la recepción le permite espiar sin acercarse. Le sonrío cuando la veo, dejo a la vista objetos que creo que podrían interesarle, no quiero asustarla, pero me propuse ayudarla a vencer la distancia que nos separa. Un día me habló, me preguntó si llovía. A ese día le siguieron otros con pequeñas preguntas similares.
Un día compartimos la mesa en el comedor y con mano temblorosa me rozó a penas el sweater que yo tenía puesto que era muy peludo y colorido. Ese fue, lo que podría decirse, nuestro primer contacto físico. Luego Vilma fue teniendo algunos otros acercamientos conmigo. Comenzó a observar mi clase apoyada en la ventana. Más tarde se animó a tocar algunos objetos que yo fui dejando a su alcance.
El encierro de Vilma en su cuerpo la hace ver como una persona huraña. Estoy descubriendo que así no es ella, es en realidad una niña asustada (quién sabe en su mente cuál será su edad…). Su vida transcurre dentro de estas paredes, no sale sola.
Paso por el escritorio de recepción y Vilma se asoma:
—Es un día de sol hermoso —me detengo a decirle sin acercarme y entonces se acerca, pasa su mano temblorosa por mi poncho de alpaca y con voz tímida me dice:
—Yo te quiero desde el comedor hasta la puerta de la calle.
Sonrío porque me recuerda a cuando los chicos dicen "te quiero hasta el cielo" como aludiendo a una distancia enorme correspondida por un amor muy grande. Miro a Vilma y miro el patio, en un extremo de ese patio enorme está el comedor donde el desayuno está terminando; al otro lado junto a la puerta estamos nosotras. "Te quiero desde el comedor hasta la puerta de calle" resuena en mi cabeza, los ojos se me humedecen, no hay un afuera para Vilma, el camino del comedor a la puerta es la distancia más larga que conoce.
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