La muerte interior de mi madre es aquella que, siendo real, está absolutamente equivocada desde el punto de vista de su enunciado. Es decir, mi madre falleció hace un año, pero, desde el significado interior de mis ideas, sigue presente. Ya que, recurro a la imagen de su recuerdo, casi todos los días. Esos días vacíos de cariño, de afecto, de un amor no correspondido… Un amor que, desprendido de mí, me transforma en un sujeto infeliz. Afligido en mi relación interna con la vida. Es la vida exterior que me devuelve el pago de los años de unión. La unión que forjó un carácter ahora demasiado huraño hacia los demás. Los reflejos rotos de una dicha repleta de entereza. Ya que, son muchos los obstáculos mentales que afrontar. Que dilucidar si son correctos o, no. Porque mi madre poseía las respuestas para eso y, para más. Poseía la sabiduría de una vida dedicada, en pleno, a la crianza de unos hijos sin padre. Unos hijos de los que, siendo yo el menor, era el más vulnerable. El enfermo.
La enfermad de vivir en una soledad tan uniforme como el transcurrir de su tiempo. Ese tiempo señalado en el candelario de las despedidas. Uno nunca está lo suficientemente preparado para desafiar una vida sin la persona con la que has compartido lo bueno y, lo malo de su existencia. Del vivir, tal vez, agrio en su sabor de familia rota en sus relaciones conyugales. Las que han hecho de mi un monstruo de médicos y recetas de farmacia. Las que intentan subsanar las equivocaciones de un matriarcado en el que algo grave falló en su intento por revivir los momentos dichosos a su lado. Fueron demasiado escasos. Demasiado lamentables a lo hora de intentar resucitarlos y, así, tener un punto de ilusión al que adherirme. Al que recurrir cuando la tristeza invade el territorio lúcido de mi cabeza. Esa cabeza que siendo real sus revelaciones, a veces, no lo es en sus consecuencias.
Consecuencias infieles de inmundicia humana. El odio hacia el reflejo, el espejo de los demás no es la solución. Todo lo contrario. Es añadir enfermedad a la enfermedad. Psicoanálisis de una vida perenne. Porque sí, la muerte de mi madre es mi propia muerte. A veces, superficial. A veces, profunda. Tanto que, el hundimiento de los amaneceres, es un peldaño más que añadir al duelo. Al paso de un sendero que ha trastocado los planes de futuro.
Un hundimiento por el que, mi debilidad también es la debilidad de los pensamientos infrahumanos que pueblan mi cerebro. Un cerebro maltratado por las consecuencias de una psicosis que desdobla mi personalidad para convertirme en dos. Es decir, cuando me levanto, empiezo un día saturado de dobles intenciones vacuas. Algunas tan irrisorias que son el hazmerreír de mi impropio yo. El que me subleva. El que me aguanta.
Por algo, la muerte de mi madre, ha sido la muerte de un segundo yo que vivía inmerso en mí.
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