Era en ese noviembre donde la vida coincidía con el inicio de la estación de otoño donde las hojas de los arboles cambian su verde vivo por hojas amarillentas, rojas o marrones que se caen con facilidad con la ayuda del viento que sopla fuerte. Así sin parar las estaciones del año me vino encima ese invierno que enfrió mi corazón de un solo golpe, donde la temperatura descendió, el cielo se me nublo y las pocas horas de luz solar no eran suficientes para sentir calor. Ese año marco mi vida y dejo una herida difícil de cicatrizar.
El otoño llego con fuerza, mi abuelo enfermo y sus pulmones no resistían más, su saturación descendía hasta 30%. Lo manteníamos aislado en aquel cuarto con altas concentraciones de oxígeno. La decisión más difícil fue llamar a la ambulancia, ver que encendían las sirenas y que sin duda quizá fuera la última vez que lo verían. Recuerdo aquel día como si fuera hoy entro una llamada para avisarme que mi abuelo estaba en camino y llegaría en 10 minutos al hospital. En cuanto pude baje a verlo, estaba en esa camilla, con esa mascarilla y esa toma de oxígeno ruidosa por el alto flujo con un monitor que a cada momento alarmaba porque sus signos vitales se alteraban cada vez que su saturación descendía. Cada vez que entraba con todo ese equipo que no me dejaba nada al descubierto al escuchar mi voz me decía: ¿eres tú? y yo se lo afirmaba. Escondía mis deseos de llorar y quebrarme porque a pesar de todo mi abuelo no lo hacía era una forma de demostrar que estábamos siendo fuertes. Fueron los días más agonizantes de mi vida. Lloraba de rabia y coraje, estaba enojada con Dios y con la vida por verlo sufrir así, por no poder hacer nada. Debido a su estado de gravedad entre a su habitación y le explique que era necesaria la intubación y sin entenderlo me decía que si le ayudaría a poder respirar mejor.
Ese día mi mascara que hacía sello total alrededor de mi cara se llenó de lágrimas. Como podía decirle que lo más probable era que nunca más volvería a abrir sus ojos. Y no, no pude hacerlo me gano el egoísmo, el sentimiento, la tristeza. Se miraba con ojos tristes, pero al final me dijo que su misión había cumplido. Simplemente sabía lo que pasaba y se estaba preparando para su muerte. Ese día me despedí como siempre, no me di cuenta que al guardar él te quiero para la mañana siguiente sería demasiado tarde. Y así fue como nos llegó el invierno su corazón se paralizo, dejo de latir para siempre. Fue el diciembre más frio aquel que nos llega a los huesos. Donde entendí que el duelo es tan natural como llorar cuando me lastimo, dormir cuando estoy cansada, comer cuando tengo hambre, estornudar cuando me pica la nariz. Es la manera en que la naturaleza sana un corazón roto.
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