Narek Karalyan era uno de los vecinos más antiguos y más callados de Quequén. Había llegado desde Armenia cuando la ciudad estaba mucho más despoblada. El inmigrante era un hombre solo. Muchos creían que nunca había terminado de aprender el español, ya que solamente lo habían oído pronunciar algunas pocas palabras. Cuando se lo cruzaban en el almacén, lo escuchaban hacer su pedido de pan, queso, un vino. Sólo eso. A través de su acento destilaba un corazón de puerto después de las despedidas, de vientos que secan llantos, cobijado por un abrigo de color quemado, sin tiempo.
El armenio, de oficio carpintero, reparaba y restauraba muebles. No había casa que no tuviese la huella de sus herramientas en alguna mesa o silla.
Ingrid, la enfermera de la salita, lo conocía de cuando él fue a atenderse por un martillazo en el dedo. Esa vez, a ella le llamó la atención la brevísima explicación de lo sucedido y el silencio de su paciente mientras lo vendaba. La muchacha monologó sobre el clima, los accidentes domésticos y el precio del pan. Él asentía con la cabeza.
A principios de mayo, Ingrid le llevó una mesita de luz, herencia de su abuela, para que arregle su "renguera".
El armenio miró el mueble. Lo dio vuelta. Al hacerlo, se abrió la puertita y cayó una quena. Envuelta en un paño verde, la caña parecía querer ser escuchada.
Karalyan levantó el instrumento. Lo miró. Lo observó. Lo recorrió.
-Es una quena, un instrumento de los pueblos originarios de Sudamérica. Un instrumento con memoria- explicó Ingrid.
-¿Con memoria?
-Sí, sí. Oiga.
Ingrid se descolgó el morral, y tocó. La melodía recorrió todo el espacio del taller. Patinó por una mesa a medio cepillar, acarició un tablón de algarrobo, marcó su huella entre el aserrín y hasta dejó caer un beso sobre la lija. Pero sucedió algo más. Tomó a Narek de la mano y lo llevó a recorrer las calles de Sevan, en las montañas de Armenia. Observó su niñez, acarició su soledad, acunó un adiós y lo devolvió a este puerto del Atlántico que por primera vez abrazó a su lágrima.
Ingrid dejó de tocar. Se miraron. Narek, de regreso a Quequén, respiró profundo y, con una gota de tristeza, sonrió por primera vez en el otoño.
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