Abue Goyo es mi mejor amigo. Tiene un mueble repleto de libros. Cuando le pregunté para qué quería tantos me contestó:
—Con un libro puedes viajar, volar, sumergirte hasta lo más profundo del mar o atravesar agujeros negros.
Desde entonces, mi armario se convierte en lo que queramos.
—Cuando sea grande, voy a ser piloto de una nave espacial.
—Yo seré tu copiloto.
Nos gusta ir a un parque donde hay un lago. Hablamos patoñol con los patos, lanzamos piedras, o nos quedamos largo rato observando, sin decir nada. Pero cuando hay que decir las cosas, el abuelo me las explica a detalle. No es como algunos adultos, que le dan muchas vueltas a un asunto y al final no dicen nada.
Últimamente, no hemos ido. Abue Goyo se cansa muy rápido y le duele el pecho. Dice que solo necesita descansar.
Hoy, papá vino por mí a la escuela. Eso es muy raro. Le pregunto por qué, pero no me responde. Usa unos grandes lentes negros para el sol. Me lleva a la casa de la tía Ana. Por más que le pregunto por qué, no me contesta. La tía tampoco me dice nada.
En la noche no puedo dormir. Mis pensamientos están revueltos. A la mañana siguiente no voy a la escuela. Ahora sí, no comprendo qué está ocurriendo.
Al tercer día papá viene por mí. En la puerta de la casa cuelga un moño negro. En la sala hay una mesa con unas veladoras y la foto de abue Goyo. Mamá me recibe con un abrazo. Le preguntó dónde está abue Goyo.
—Está de viaje. —A mamá le escurren unas lágrimas.
—¿Y cuándo regresa?
Mamá llora más. Papá menea la cabeza de un lado a otro, en negación.
Pasan los días y abue no regresa. Entro a su habitación. A su viaje, no se llevó los zapatos que usa para ocasiones especiales. Eso es muy sospechoso.
—¿Dónde está? —pregunto a mis padres.
—Ya es lo suficiente grande para entenderlo —dice papá a mamá.
—Es un niño —objeta mamá.
—Abue Goyo no cree lo mismo —les digo.
Mamá se agacha, me toma de las manos y me dice al tiempo que otras lágrimas escurren por sus mejillas:
—El abuelo se fue… al cielo.
—¿Está muerto?
Los dos se ven, sorprendidos y asienten.
Corro a mi habitación y me encierro en el armario. Subo a mi bote y navego. Pronto me bato entre enormes olas y fuertes vientos de una gran tormenta. Me habría gustado darle a mi mejor amigo un último beso, como él lo hacía cuándo me iba a dormir. El barco no se hundió. Salgo del armario. Les pido a mis padres que me lleven a la tumba.
Al pie de la lápida recuerdo lo que un día le pregunté:
—Cuando alguien muere ¿a dónde va?
—Se queda en el recuerdo y en el corazón.
Si abue dijo eso, entonces seré piloto, porque sé que irá a mi lado de copiloto.