Un día cualquiera vas andando por la calle con tu mirada perdida y las piernas en modo automático, llevándote a alguna parte, sin preguntar, como siempre. Dejándote arrastrar por tu frenético nuevo ritmo de vida, y, de pronto, sin previo aviso, tus pituitarias reciben su recuerdo en forma de olor y se lo disparan a tu cerebro. Otra vez él. Paras en seco, lo buscas irremediablemente con la mirada. No quieres verlo, pero lo buscas. Te derrumbas al no encontrarlo. Unas lagrimillas amenazan con asomar y arruinarte la pose de tía triunfadora que tanto tiempo te ha llevado perfeccionar. El golpe es duro, tu estómago se encoge. ¿Otra vez él? Hace años que no lo ves, que ni siquiera te lo cruzas con el coche. Fuiste tú la que decidió alejarse para siempre y no sucumbir a su peligrosa invitación de veros "al menos los domingos".
Sin querer, vuelves a aquella época en la que él era tu despertar favorito. Lo buscabas con ansia cada mañana, nada más abrir los ojos. ¿Te acuerdas? Te encantaba ver sus manos fuertes de deditos rechonchos, sus ojitos tristes, pero siempre brillantes y escuchar sus "buenos días princesa" cuando más que de sobra sabías que estabas hecha una mierda. Te dabas asco y por eso habías descolgado cada espejo de la casa. No concebías empezar el día sin él. Era tu droga, lo necesitabas y punto. Adorabas arrastrar su olor pringoso hasta pasado el mediodía.
Ahora no, querida, tú ya no eres esa. Ni quieres volver a serlo nunca. No quieres ser la que vestía ese horrible chándal gris desgastado y viejo, lleno de bolas, de lunes a domingo. Acuérdate: no te lo quitabas ni para ir a misa. Ya no eres la que perdía todo su tiempo libre tirada en el sofá, arropada entre envoltorios de asquerosa bollería industrial y con ganas de morirte. La que no encontraba razón alguna para meterse en la ducha hasta que el pelo se le convertía en un casco. Has aprendido que tu felicidad reside en ti, solo en ti. Ahora que te gustas por fin, y que miras de reojo el cristal de cualquier escaparate para verte reflejada, sin miedo. Ahora que en tu bolso nunca falta carmín rojo, para ir perfecta, y eres de rímel obligatorio antes de salir de casa. Ahora que has cambiado el sofá por el gimnasio, no caigas en la tentación de volver a lo que nunca quisiste ser, ni siquiera los domingos.
Tu terapeuta te lo dejó bien claro: o cambias de vida o acabas con ella. Y lo hiciste. Con perseverancia, ejercicio y un dineral invertido en ayuda profesional. Cambiaste por fuera para empezar a cambiar por dentro. Y estás feliz de haberlo conseguido, porque ha sido un trabajo duro pero muy satisfactorio. Porque ahora te quieres, te gustas y estás orgullosa de ti.
Pasa de largo de esa churrería porque Paco, el churrero, te echará de menos, pero tú a él ya no.
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