“Lo mejor será que bailemos
¿Y qué nos juzguen de locos, Señor Conejo?
¿Usted conoce cuerdos felices?
Tiene usted razón. ¡Bailemos!”
Lewis Carroll. Alicia en el país de las maravillas.
“¡Qué rarita es esta niña!”
¡Cuántas veces habrían pronunciado esa frase mis padres! Al principio, cuando creían que no los oía; más tarde, ni se molestaban en disimular en mi presencia. Me comparaban constantemente con mis hermanas. Raquel, la mayor, tan formal y tranquila. Mónica, la pequeña, tan adorable y simpática. Y yo, siempre en medio, siempre teniendo la impresión de romper esa felicidad tan de postal de la que hubiesen podido gozar si no fuese por mi presencia.
Mis dedos eran asquerosos. Me mordía tanto las uñas que no me quedaba piel, y el resultado era como unas porras sangrientas, a veces infectadas. Me dolía horrores y aún así era incapaz de dejar de autoinfligirme ese castigo. Era mi penitencia por no ser “normal”. El dolor físico de los dedos en carne viva me hacía olvidar el dolor del alma por no comprender qué pasaba conmigo.
Cuando ya no podía seguir desprendiéndome de trozos de uñas y pieles, empezaba con el pelo. Mechones enteros, de raíz. Ni los bofetones ni los zapatillazos servían para frenar mi compulsión. Eran los ochenta. En mi entorno, a los críos se les educaba a base de castigos.
“¡Loca! ¡Estás loca!”
La frase de mi madre retumbó como una onda expansiva. Yo no era más que una adolescente perdida en un mundo demasiado grande. Pero ella, Doña Perfecta, no podía permitir que su hija no fuese lo que ella consideraba un dechado de virtudes. Se avergonzaba de mí. Apenas me dirigía la palabra si no era para recriminarme cualquier cosa que hubiese dicho o hecho.
Tardé muchos años en entender, y en entenderme. Empecé a liberarme cuando por fin asumí que nunca, jamás, podría complacer a mis padres. Que éramos demasiado opuestos. Que debía tomar mi tren sin ellos. Sola, pero aliviada, decidí, como dice la canción, “pintar mi alma como alas de mariposa”. El espectáculo debe continuar.
Tuve suerte, lo reconozco. Salir del entorno tóxico de mi antiguo hogar y conocer gente abierta de mente y espíritu fue como volver a nacer. Me ayudaron a tratar mis ansiedades. Descubrieron el porqué de mis angustias. La música me salvó la vida. Tengo una canción que me ayuda a respirar cada vez que me siento sobrepasada. Es curioso. Alguien a quien nunca conoceré, hace varias décadas, en otro idioma distinto al mío y a muchos kilómetros de aquí escribió un tema que me conecta mentalmente con él. Mis padres, si lo leyesen, dirían de nuevo que estoy loca. No importa. He hecho de mis defectos inspiraciones, y he descubierto fortalezas que jamás supe que tenía. Por fin podía manejar mi vida.
Por eso, cuando tuve que buscarme un alter ego, un nombre artístico, no lo dudé ni un instante: Alicia. Esa soy yo ahora. Pero, sobre todo, soy feliz.
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